lunes, febrero 10, 2003

Orgía Perpetua




Capitulito I (aunque se oiga puttito)

Un “mexinaco” por Europa

Nunca había visto tantos culos tan hospitalarios en un sólo lugar. Europa era eso. La cultura del culo. Qué me importa su historia. El valor del viejo Continente está en sus mujeres. Cuando vagaba por sus calles, al osbervarlas, tan libres, casi virginales, me preguntaba ¿acaso nunca cogen? No, no lo hacen. Los hombres ni las miran, tienen que ser bisexuales, homosexuales o asexuales, seguramente más preocupados en el tener que en el coger. Estoy convencido que en un futuro no muy lejano los estúpidos teutones, galos, normandos, españoles, olvidarán cómo tirarse a sus mujeres. Y ahí entraremos nosotros, los latinos -aunque nos tachen de eyaculadores precoces- quienes seremos mirados con ojos de súplica: “por favor, venid a cogerse a nuestras mujeres, no las entendemos”. Ahí sí, los cansados moradores del Viejo Continente voltearán hacía los frescos moradores del Nuevo Continente, y nos pagarán por el viaje de ida y sin regreso. Estúpidos. Cuando estuve ahí a eso me dediqué. Un “mexinaco” haciendo de las “europas” una gran cama, un “mexinaco” que redescubre la memoria histórica de las europeas cuando adoraban a (Sísifo) y vivían en Sodoma. Era una verga conquistadora. El Cristóbal Colón de la Colonia Tacubaya. Pero yo no iba a dominar ni a exterminar a nadie (al menos en el sentido literal del término). Mi misión era sagrada. Amarlas a todas. Vengar a la Malinche. Darles un sentido sagrado a sus cuerpos que pasaban invisibles para sus coterráneos masculinos. Hacerles entender que es mentira que las nalgas y los pechos no sirven de nada mas que para llevarlos encima (típico error de fin de siglo). Porque los cuerpos femeninos son una vagina con patas. Todas sus celulas son sexuales. El viento la poseé. El sol las penetra. Las ropas las excitan. Los espejos las aman -y ellas aman los espejos-. Pero ya no lo saben, de ahí que fuera clara mi misión. Hacerles sentir que sus cuerpos de hembras eran importantes para un hombre, que asumieran la “orgía perpetua” en la que están inmersas cada segundo, en sus procesos creativos, en sus reinvindicaciones de género, en las taquillas de los Metros, todo reaprendido gracias a mi, por el orgasmo que proveo, esa muerte chiquita como sólo ellas pueden sentir, quizá lo único en lo que somos inferiores a ellas.

Conocí a María en la terminal de autobuses de Sevilla. Curioso, no era Europea, pero igual me la tiré, aunque no le descubrí nada nuevo.
Era de Buenos Aires. Estaba en España para encontrar sus raíces gallegas, pero antes de eso iría a Portugal, igual que yo.
Era la argentina menos argentina que hubiera visto nunca. Baja, morena, cejuda, sólo la naríz y la quijada la delataba un poco, -ambas alargadas- y con unas tetas como no las había visto nunca en mi vida: descomunales.
Quizá por eso, -el tamaño de sus pechos- fue que no me importó transgredir el sentido sagrado de esa orgía perpetúa que me había prometido realizar en Europa y con las europeas. Y a ella tampoco le interesaba transgredir ningún atavismo tercermundista sobre ir a la cama con un desconocido. Se sabía poderosa. Lo hacía notar con su playera gris, ajustada, que parecía asfixiarle los senos.
La ví preguntar en la taquilla sobre el precio del viaje a Lisboa. Iba con otra mujer igual de pequeñita que ella, que resultó ser su hermana, y escuché que les vendieron boletos para el mismo horario que yo tenía. 9 de la mañana.
No dejé de ver sus senos mientras salían de la terminal para hacer tiempo. Las seguí. En algún momento me acerqué y les hice la plática. No paramos de hablar en ningpún momento. Instalados en el autobús platicamos sobre la vida, el mundo y nosotros. Ocho horas después nos vimos entrando a Lisboa sobre el puente 25 de abril, comiéndonos el Atlántico, en un atardecer que me hacía no reparar qué era más bello, ella, el rojo que caía sobre el mar o la ciudad que a lo lejos se empezaba a alzar en colores sepias y anaranjados.
En verdad me enamoré. Desde que la respiré en la Central, incluso antes que me empezara a desaborchar el botón de mis Levy’s la noche del día siguiente, antes de que su blusa gris y corta -que se había puesto de nuevo- cayera en algún lugar de la habitación del albergue casi vacío, sin duda que la amaba en el pasado, antes de conocerla, y ni qué decir en el presente, cuando la penetraba al borde de la cama mientras hacíamos el juego del caballito, uno dos, a la nena le gusta que salte el caballo, tres cuatro, estoy haciendo rebotar sobre mis piernas a una argentina de 24 años, cinco seis, sumergo mi cabeza en sus emormes pechos saltarines, siete ocho, magullo sus nalgas que imaginan mis manos, nueve diez, la beso y le respiro su melena risada y negra, once doce, escucho el aullido de la niña bonarense, trece catorce, el tronco se enrosca y la piel se encrispa, quince diescicéis, me araña la espalda, diescisiete diesciocho, me abraza como si no quisiera soltarme nunca, diescinueve veinte, gran mentira, dos días después quiso seguir su camino sin mí, entonces entendí que los amores inolvidables no tienen por qué durar y durar sin ningún sentido. Portugal y María me pareció un excelente augurio sobre lo que sería mi viaje en tierras viejas y desconocidas.