lunes, agosto 19, 2002

Del archivo de textos inconclusos

Había perdido la costumbre de conversar. Mi familia estaba muerta. Era una ostra. A veces me divertía imaginar que mis cuerdas vocales desaparecían. Eso me hacía daño. Era un juego masoquista. Recuerdo la primera vez que lo jugué. Caminaba por el zócalo de la ciudad. Acababa de comprar plástico y papel de colores. En el Metro había escrito, sólo por divertirme, en lo que llegaba a la estación Isabel la Católica, los metros de plástico y papel que necesitaba para forrar mis libros. Llegué con la despachadora. Masticaba chicle. Me dio asco. Me negué a hablarle. No sabía si por el chicle o simple capricho. Le entregué el papelito y vi su enorme culo acudir por mi pedido. No tuve que pedir la cuenta. Era su trabajo hacerlo. Le pagué. No hubo necesidad de hablar. Ella ni se extrañó, parecía que así lo prefería. En la calle me di cuenta lo bien que se estaba así, en silencio, sin condenar los labios y la lengua con palabras inútiles. Imaginé que mis cuerdas vocales desaparecían. Es un órgano prescindible, pensé. Y cuando atravesaba el Zócalo, saliendo de 20 de Noviembre, viendo cada vez más de cerca el asta bandera, mi bandera, una fascinante e irreverente águila devorando una serpiente, me di cuenta que las personas estabamos constituidas por órganos sensoriales prescindibles, si de conseguir plástico y papel de colores para forrar libros se tratara. Si estuviese sordo, andaría. Lo mismo ciego. Igual hubiera conseguido los materiales que necesitaba. De pronto un tipo pasó corriendo a mi lado y me derribó. No logré articular ningún insulto, era como si mis cuerdas vocales hubieran desaparecido de mi garganta. Un hombre mayor ayudó a levantarme del piso. No le dije gracias. Creí suponer que no había necesidad. Consternado, continuó su camino farullando esta juventud malograda o algo así. En ese momento sentí unas ganas incontenibles por articular una palabra. No necesariamente gracias. La que fuera. Continué mi camino como escupido por el sol. Me agarraba la garganta. Minutos después, logré articular una letra. La "e". Quería decir "estúpido, se me ha concedido un deseo", pero únicamente la "e" fue articulada, como si mis conductos vocales hubieran estado en total abandono durante siglos enteros, sintiendo la "e" no como el inicio lógico de la oración que quería articular, sino una "e" primigenia, la "e" en su origen gutural. Con un poco más de esfuerzo pude decir en voz alta mi nombre: Miguel López. Mi edad: 25. Mi profesión: artista del silencio.

Apología del suicidio

Apología del suicidio Empuña el arma, inicia una marcha más bien triste, pero no por eso jovial. Se hace enterar que todo lo sabe, admite, sin embargo, que todo le duele: la víspera, los ojos mirando la mañana, la mañana echándose siestas, las siestas sonámbulas de recuerdos. Abraza el espejo con ojos silenciosos, abarca las miradas de los objetos que lo acompañan, sus lágrimas desnudas caen hacia adentro, se atraganta, se ahoga, como sucede con la sed del mediodía que se calma. Se da tiempo para echar una mirada a su dios, y lo recrimina, se burla, se regocija por la suerte de verse apuntando con un revólver el cráneo. El cuerpo de un suicida es una masa descompuesta. Lo saben, por eso el coraje, las ganas primordiales, las facciones altivas; respira el olor de la muerte, voltea a todos lados, quiere verla, sin darse cuenta que él mismo la representa. Teje su propia historia sobre alguna neurona furtiva. No se qué tintineo se apodera de la atmósfera, qué clase de silencio se aloja en la habitación de un feliz moribundo, que se respira el más perfecto de los universos. Si pudiéramos ver en su interior observaríamos un corazón galopante, ingenuo de su exaltación; si pudieramos ver en su interior, realmente en su interior, donde se guardan las sospechas, donde los odios se alzan, donde la felicidad aguarda, miraríamos grandes horrores, holocaustos en vísperas de su conclusión. Todo encaja, los sonidos se mecen armoniosos, las luces tiñen sus lancetas entre sí. Todo está bien, sino fuera por no ver concluida su obra -y aún así qué importa-. El fuego estruendoso amasija la piel. Los poros caen como polvo sobre el piso, el suicida cumple cabalmente su misión, su reto, morir porque así lo quiere, por convicción y conveniencia -ya nadie se juega la vida por principios.