Una buena manera de empezar este
relato es mirar detenidamente la foto de Agueda. Ves cómo explota su sonrisa en
el extremo izquierdo del encuadre. Parece que quisiera encontrar algo más allá
de los 15 por 10 centímetros a los que queda reducido un close up. ¿Cuántas
cosas ves en la imagen? Muchas, sí, pero menos de las que sientes, sin duda. Elena
exige mucho. Sabes que algún día ella entrará a tu casa e irá directo a tu habitación
por la caja de madera que contiene tu pasado. Y pedirá eliminarlo. ¿Por qué
negárselo? Pero, por otro lado, ¿por qué concedérselo? Sería mejor pedir a tu
mejor amigo que guarde para ti esas fotos que te hacen vivo, que te hacen el
hombre que ahora eres y del que se enamoró Elena. Pero sabes que no lo harás. ¿Qué
palabras dirás cuando, en 1 o 10 años, tu amigo te diga, mira Manu, ten tus
fotos que ya no les encuentro lugar en mi armario, y entonces caerán de nueva
cuenta en tus manos?
Luego Elena te mirará destrozada
por lo que hace 1, 10 o 15 años no hiciste. ¿Cómo hacer, entonces? ¿Cómo
desaparecer unas fotos sin auto eliminarse, suicidarse?, ¿bajo qué malévolas
razones habría que flagelar la sonrisa de Elena de mujer enamorada?, ¿cómo
evitar el destazar el encuadre que elegiste, el mismo que escogería, a su vez,
un hombre enamorado? Ahora ves la fotografía siguiente y procuras no ladearla
mucho. Agueda se sostiene en un pie y relampaguean sus manos, como si fuera una
hermosa ave, para no caerse en un vacío imaginario, no quieres que caiga de
veras. Te dices que nunca debieron inventar los procedimientos químicos que
dieron como resultado esos malditos armatostes tejedores de realidades e
intrusas de los instantes. Observas detenidamente la imagen y te dices que nada
es más bello que una mujer inmortalizada en la pared infinita del papel kodak.
Por eso piensas dos veces antes de llegar a una decisión, el plantearte el
trascendental, y siempre bien recibido “por qué”, en estos asuntos del alma,
con qué derecho –te preguntas- quitarle al mundo y a mí mismo la prueba de una
mujer que existió y me definió?, ¿para qué tijeretearla, con qué corazón tirar
esos trozos de inmortalidad al bote de basura, reino de los desperdicios de
naranjas, klenex usados, y demás inmundicias de la vida diaria? ¿Qué hacer?, te
preguntas, ¿qué hacer?, preguntas.
FOTO 1
Hemos mirado muchas fotografías
en nuestras vidas. ¿Y qué nos queda? Un vacío, una suerte de disminución del
alma, el comprender que alguien nos robó aquel instante que formó una fiesta,
un viaje, o el gusto nomás por ser inmortalizado de una manera cómoda y fácil.
Pero en cada foto que vemos, en las que nos vemos, siempre hay una
interrogante, una posibilidad no resuelta. ¿Qué hubiera pasado si…? ¿Dónde
andaría ella si yo…? ¿Y si ella…? ¿Qué sería de mi si…? Nada más melancólico
que la pregunta irresuelta invocada por una fotografía.
FOTO II
- ¿Sabes Elena, sabes para qué son las fotos?
-
Para no dejarnos morir.
-
¿Entonces? ¿Por qué haces que me mate? Porque te
necesito a ti, el de esas fotos es un desconocido.
-
Soy el mismo pero en versión mejorada. ¿No lo
puedes entender? Sí, pero lo que no soporto es a ella.
-
¿Qué tiene ella?
-
Sus ojos.
-
¿?
-
No miran la lente de la cámara. Bueno, sí, pero
buscan ansiosos tu alma.
-
¿Qué hay de malo en eso?
-
Todo.
-
¿Qué es todo?
-
¿Y si todavía sigue buscando el fondo de tu
alma?
-
Posibilidad posible. ¿Y?
-
¿Tú qué buscas ahora?
-
Nada.
-
¿Por qué?
-
Porque ya te encontré.
-
¡Exactamente! Tu no búsqueda puede conducirte a
desear una nueva búsqueda. A la de los
ojos que te buscan.
-
Y todo por unas fotos que niegas.
-
¡Unas fotos que te afirman, que es peor! ¿Las
vas a romper o no?
-
No.
-
Me vas a romper a mí.
-
No quiero romper a nadie.
-
Para qué asirte a las imágenes, entonces.
FOTO III
Para los seres humanos, la vida
es demasiado larga como para andar recordando todos sus actos. Por eso recurren
a las cámaras fotográficas. Manu es alguien que no le interesa recordar sus
incidentes de la vida utilizando su cerebro finito. Le gusta ver para recordar.
Sí, ya sé. Ahora mismo pienso lo mismo que tú. ¿Y la memoria llana y desnuda?,
¿acaso no es más grande que una imagen que se le escurre a la mortalidad? ¿A
dónde queda el aquí y el ahora, el concluir que el pasado es una borrasca
incidental de la vida? No lo vayan a decir, pero Manu es un cobarde. No tiene
el valor de la auto laceración.
FOTO IV
Elena dejaba caer el recordatorio
cada que podía. Habían dejado la ciudad de México, transitaban por la carretera
Cuernavaca-Taxco. Manu manejaba la camioneta Dart Guayín, y Elena manejaba la
conversación.
-
¿Qué fue de ella?
Elena había hecho esa pregunta
luego de pagar la caseta de cuota. El sol empezaba a adivinar los campos. Sería
un día pesadamente claro.
- ¿Quieres dejar de pensar en lo mismo?
-
¡Contéstame!
Fueron cinco minutos de curvas y
rectas en absoluto silencio. Los señalamientos “curva a 100 metros”, “disminuya
su velocidad”, “si bebe, no conduzca”, le parecían odiosos. Manu quiso cambiar
de tema. A propósito de un anuncio panorámico que se le presentaba, dijo:
“Mira, a dos años de las elecciones, y todavía hay propaganda política en los
cerros”, y su dedo señaló hacia un cerro desgajado donde se leía: “Bienestar
para las familias”. Luego, contestó.
- Nada. De ella no se hizo nada.
-
¿Qué hace ahora?
-
No lo sé.
Apenas empezaba el rumor
cotidiano de Taxco. Tuvieron que dejar la camioneta en un estacionamiento a las
afueras de la ciudad, porque Taxco está diseñada para caminarse. El azar los
llevó a una pequeña glorieta con una fuente de piedra, donde vieron casa de
cuatro pisos que hacía las veces de una agradable posada. Se instalaron ahí. En
la habitación, Manu sacó la Canon.
-
¿Qué haces?
-
Preparo la cámara.
-
¿Hace cuánto que la tienes?
-
Cuatro años.
-
O sea, es la misma que retrató a la otra.
-
Esa otra era mi novia.
-
Por mí, la puedes ir guardando. No voy a dejar
que me tomes ninguna foto.
-
No te preocupes, aquí hay cosas más interesantes que tú.
Elena le ensartó una mirada de
cachetada. Manu la sintió. Le sonrió, llevó la cámara a su ojo derecho, y
disparó el obturador. Ella también rió.
Recorrieron cada rincón de la
ciudad. Entraron en los talleres de plata, donde vieron a los padres e hijos
trabajar el mineral. Platicaron con la gente. Un señor, admitió que una
pulsera, la más simple, era más barata en cualquier parte del país que ahí, en
la ciudad de Juan Ruíz de Alarcón.
Manu se dedicó a retratar los
andares de Elena, quien por momentos olvidaba que venía acompañada. Le tomó
varias fotos de espaldas, ahora preguntando por una bolsa de yute o comprando
una paleta de limón. Sin proponérselo, le tomó una foto a su melena cuando de
pronto ella se giró intempestivamente para ver por sonreírle a su novio, y al
escuchar en ese momento el obturador entendió que el movimiento de su cabello estaría
inmortalizado gracias a un pequeño adminículo de la modernidad.
Era un exquisito día de luces y
sombras. La estrechez de las calles, los callejones, hacían que las oscuridades
fortuitas tuvieran una prioridad ante el pesado rayo que caía, ya sea en la
pared de una iglesia o en los numerosos balcones con guiños europeos.
Entraron a un restaurante y se
sentaron en un balcón que daba al zócalo de la ciudad. Toda la plaza se
extendía ante sus ojos. Un grupo de concheros danzaba. Elena hizo la
observación de las piernas musculosas de una pequeña bailarina de unos 12 años,
envuelta por un largo vestido de manta que a cada vuelta del baile dejaba una
pierna al aire. Manu enfocó, y sacó una foto de aquella tarde.
-
Dios, ¿sientes el día?
-
Precioso.
-
Foto.
Manu encuadró un close up de Elena.
Sería una fotografía de ella enmarcada por las copas de los árboles que
sobresalían en el balcón del lugar.
-
Esta es histórica –dijo Manu.
-
¿Por qué?
- Porque mañana serás distinta –hizo una larga
pausa-. Tengo que decirte algo, Elena, no me voy a deshacer de las fotografías.
Elena tomó del refresco que le habían
traído. Miraba con atención el baile de los concheros. Los tambores resonaban
por toda la plaza. El sol quemaba fuerte allá abajo.
-
Nada me importa –contestó ella.
Manu se sintió cansado. Ordenó
una carne tampiqueña. Empezó a desear no haber tomado ninguna fotografía en
todo ese día. Sabía que al revelarlas, recordaría los berrinches de Elena. Tuvo
la impresión de que ya había vivido la misma escena. Recordó a Agueda. Y mientras Elena sorbía su consomé de
pollo, él tenía en mente a la mujer perdida. Vio cómo le soplaba a la
cucharita, el consomé ardía. Echó un vistazo a todo el restaurante. La misma
escena. Hombres, mujeres y niños, manteniendo vivos sus cuerpos. Mascando
carnes, verduras, tortillas. Qué primitivo le resultó aquello. Elena, por su parte,
también imaginaba esa misma escena, sólo que transcurrida dentro de muchos
años, donde se veía a sí misma como una guapa señora, recitándoles a sus hijos,
con la foto en la mano, dónde era que su padre le había tomado aquella bella
foto, o recordando el sabor de esa sabrosa paleta de limón. En el fondo, Elena
era consciente de que sin las fotos de Manu no hubiera podido recordar los
sentimientos que le embargaban mientras comía su consomé de pollo, es más, ni
siquiera se hubiera acordado de la paleta de limón. Quizá a sus hijos les
hubiera podido decir, aquí comimos, en este sitio nos sentamos, pero sin duda
hubiera olvidado las piernas musculosas de la niña conchera o lo lindo que
tenía entonces su cabello. Amaba las fotografías que le hacía su novio. Odiaba
las que él le había tomado, a sus otras mujeres.
- Todo esto algún día no vas a tener sentido –Manu
rompió la ensoñación de Elena-.
-
¿A qué te refieres? –contestó ella mientras el
mesero le ponía el mole negro en el mantel.
-
Las fotos, esta comida. Nada importa. Será un
pasado obscuro, muerto.
-
¿Lo ves? ¿Me estás comprendiendo al fin?
- Sin embargo –compuso Manu- allí estarás tú, a mi
lado, haciendo lógica e irrefutable la foto de la plaza. La prueba de lo que
vivimos. Si no estás conmigo, será como si nada de esto hubiera pasado, aunque
las fotos me digan lo contrario. Es por eso que no quiero romper nada, destazar
mi pasado. Quiero la prueba de que ahí está, y estuvo.
-
¡Peor tantito! –gritó Elena ante la mirada curiosa
de los vecinos de mesa-. Es muy grave lo que dices. Me estás dando a entender
que como ya no está contigo tu ex, las fotos serán el paliativo a la
disminución de tu memoria. Como si quisieras que fuera ella la que estuviera
aquí contigo, dando un sentido a esa caja de madera donde guardas tu tesoro.
-
Cruzó los brazos, se echó hacia atrás, y miró
fijamente algún punto del zócalo donde los concheros ahora tomaban un descanso.
Su mole se enfriaba.
FOTO V
Manu trabajaba como corrector de
estilo en un periódico de circulación nacional. Era un buen empleo. Pero su
hobbie, eran la fotografía. Era como su droga. Tenía un archivo ingente.
En las paredes de su departamento
colgaban algunas ampliaciones tamaño poster. Sobresalía una panorámica nocturna
de los 111 zapatistas que tomaron el Zócalo de la ciudad de México en
septiembre de 1997. En la imagen, se observaban 111 pares de ojos negros -como nunca
había visto antes unos ojos tan negros y tan profundos- que se asomaban por las
rendijas de los pasamontañas y los paliacates, mientras sus brazos apuntaban
hacia el cielo, como si de estos indígenas dependiera que a México no se le
cayera el cielo encima. Y, en tercer plano, se alcanzaba a ver la bandera
mexicana.
También ocupaba un espacio
importante en la estancia, una placa en blanco y negro donde se veía a sí
mismo, la cual conservaba no sólo por razones estéticas, sino porque había sido
la única fotografía que en su relación le había tomado Agueda. En esta, Manu se
encontraba parado en una vereda del Desierto de los Leones, con las piernas
separadas, semejando un compás escolar, y en la que su cuerpo era una diminuta
partícula al lado de los árboles gigantescos de este bosque de eucaliptos.
A pesar de las fotografías que
pululaban por cada rincón de la casa, ahora en un librero, sobre la televisión,
en un esquinero, en un collage colgado
en la pared del comedor, no había ninguna de Águeda. Las de ella las guardaba
en una caja de madera. Elena nunca las había visto, aunque sabía que ahí se
encontraban. “¿Qué guardas ahí”?, alguna vez le preguntó. “Fotos que no
quisieras ver”, le dijo. No hubo más que explicar.
Pero todo cambio cuando Elena hurgó
en la cajita. Sacó los manojos de fotografías separadas por ligas, lo que debía
ser, pensó, una división que respetaba algún criterio de fechas, viajes, o
temas. Cada persona maneja sus propios códigos en los recuerdos relacionados
con el corazón. Elena tomó el paquetito más a la mano y la primera foto era la de
una mujer que posaba en las orillas de un río. La segunda era Manu abrazando a
la misma mujer en el mismo río, la tercera era la mujer y Manu juntos en la
escalera de una pirámide, con la variante, insoportable para los ojos de la
intrusa, que la desconocida se colgaba del cuello del hombre mientras le daba
un gran beso en le mejilla. Eso le sacó de quicio, de su centro femenino y, sin
afán masoquista, las guardó y decidió no ver más.
Cuando Manu llegó a su
departamento, Elena lo esperaba recostada en el futón de la estancia principal.
Él traía una pizza hawaiana que cenaron mecánicamente. Por el silencio de Elena,
Manu sabía que algo le pasaba, pero no le preguntó lo que le sucedía. Al final
de la velada, ella no quiso quedarse a dormir así que la fue a dejar apenas
terminaron con el último triángulo de la Domino´s. Por la mañana, muy temprano,
antes de las 6 AM, el teléfono sonó.
-
Bueno.
-
Perdón que te despierte –soltó la novia a boca
jarro-. Dime algo, ¿por qué no te deshaces de las fotos de tu “ex”?
Manu quedó absorto, aunque no
sabía si por la pregunta o porque su reloj biológico le decía que eran horas de
la madrugada.
-
¿Perdón? –atinó a decir mientras se tallaba los
ojos-. ¿Qué hora es?
-
¿Por qué las conservas? ¡Contéstame!
Enseguida Manu tuvo la respuesta
de lo que tenía su novia la noche anterior. La imaginó merodeando sus cosas y
su temor se había hecho realidad: había violado la secrecía de su cajita de
madera. Por un momento, se puso nervioso, no atinaba qué decir. Dejó que
pasaran varios segundos, y entonces dijo lo más sensato que se le ocurrió en su
estado somnoliento.
-
Te vale madres.
Y colgó.
FOTO VI
Tomar fotos es algo más que
presionar un botón. El acto de robarle a la vida su tiempo y espacio supone una
responsabilidad infinita. Es un compromiso semejante al ser padre, aunque
todavía mayor. De ahí radica el arte fotográfico.
A la imagen se le eterniza intencionalmente; en cambio, a los hijos se les
temporaliza y da forma sin la voluntad del creador.
Manu entendía las imágenes
plasmadas en el papel fotográfico como un designio sagrado. Era él ante el
objeto, él ante el abismo, él ante la luz. Y, en una especie de tautología fotográfica,
el disparar el obturador implicaba también un autorretrato.
Cuando veía los planos americanos
de Águeda, los cabellos volando al aire, los ojos fijos en la lente de la
cámara, todo ello era la afirmación de su existencia. Manu sabía que la labor
del fotógrafo no terminaba con el clic, sino que empezaba justamente entonces.
El ser responsable de su entorno, su vida, desde ese fugaz instante hasta la
próxima imagen, era la autoafirmación de su existencia. El asumir, además,
paralelamente, que hay un mundo alrededor suyo que se escapa a los objetos que
se encuadran. El apresurarse para correr el rollo y tomar el otro instante
cambiante. El trabajo de encontrar un sentido a lo negros del papel
fotográfico. El sumar los trocitos de vida y entregárselos a sí mismo en el
provenir. Entender que la foto propiamente dicha carece de valor si el artista
no le da ningún sentido a: 1) Lo que había antes del instante fotografiado. 2)
Lo que pasó después y 3) El momento irrepetible en sí.
FOTO VII
Elena se descubrió el hombre
coquetamente. Tenía puesto un vestido que le llegaba hasta los tobillos. Se
cotoneó, dibujó semicírculos con su cadera y, cuando se hincaba, se tumbó de
espaldas en la cama. Manu rebotó. Ella estaba rendida para seguir con el juego
del streep tease. El cuarto del hotel era una hermosa posada colonial. Con las
paredes naranjas, y los muebles de madera rústica.
Elena era una excelente modelo.
Proponía tomas, escenas, a veces corría para ser retratada a lado de tres niños
subidos en una bicicleta, en el que el mayor pedaleaba, uno más chico se
agarraba fuerte de la espalda subido en los diablitos, y el tercero, de acaso 1
año de edad, veía cómodamente el paisaje sentado en una canasta arriba del manubrio.
Otras veces gritaba ¡ahí!, y corría
para ser fotografiada en el rincón de alguna plazuela, justo en ese segundo,
sin margen para decir se me acabó el rollo o espérame mientras te enfoco, conocedora
de que la luz varía a cántaros impostergables.
Se hizo un silencio en la
habitación. Había hermosos jarrones de barro, y cuadros panorámicos de Taxco. La
iluminación provenía de las lámparas encima de los burós, había un cálido
ambiente, “romántico”, diría Elena cuando días después regresaron a casa.
-¿Cuántos rollos te acabaste? –preguntó ella
mientras se observaba las piernas desnudas-.
-
Tres –precisó Manu-.
-
Y los que faltan.
-
Así es. Y los que faltan.
-
Si alguna vez tú y yo terminamos, ¿qué vas a
hacer con mis fotos? Digamos, tienes una nueva novia y te pregunta que quiere
ver todas tus fotografías, ¿qué harías?
-
No lo sé, supongo que lo mismo que hice contigo.
-
¿Qué?
-
Decirle que quizá haya fotos que no quisiera
ver.
-
¿Es todo?
-
Ajá.
-
¿Pero cómo? ¿Y si te dice que no hay problema,
que quiere verlas, y llega a mí, qué le dirías?
-
Le diría tu nombre.
-
¡Argh! ¿Y por qué le vas a andar diciendo mi
nombre a una desconocida?
-
Oh, bueno, ¿entonces qué quieres que haga?
-
¡Rompe mis fotos! Claro que antes nos veríamos
para que me dieras todos los negativos en los que salgo yo.
-
¿Y qué haremos con las que estemos los dos?
-
No lo había pensado. Romperlas, igual.
-
¿Con qué derecho me habría de partir a la mitad
sólo porque estás conmigo?
-
¿Entonces qué hacemos? Nunca nadie me había
tomado tantas fotos. Lo que sí no quisiera, te digo en serio, es que donde
salgo yo se las enseñes a tu próxima novia. O bueno, sí, para que vea lo bonita
que soy y lo horrorosa que ella seguramente será comparada conmigo. Porque ella
no va a ser tan bonita como yo.
-
En eso tienes razón –le dio Manu por su lado-.
-
¡Claro que la tengo! No me des el avión.
Elena se abalanzó sobre él, le
dio un gran beso en la mejilla (similar al que una vez le diera Águeda) y se
quedó recostada en el pecho de Manu. A él le hubiera encantado tomar una foto
de la escena.
FOTO VIII
Cuando Manu despertó tomó conciencia
de lo sucedido entre Elena y él. Le había colgado el teléfono. Le había dicho
te vale madres y se había quedado dormido hasta las 10 de la mañana. El insulto
no era lo que le preocupaba, sino la intolerancia de haber rehuido al problema
y optar por el camino fácil del auricular estrellado en el aparato telefónico.
Se preguntó por qué lo había
hecho. Recordó a Águeda, con ella no tenía esos exabruptos, y en eso radicaba
su fuerza, por eso la dejó, cuando se dio cuenta de lo mal que le hacía que lo
obligara a todo con sus silencios. Corrió a la caja de madera, buscó el manojo
de fotos de los primeros viajes con su ex novia y observó un close up de Águeda
tendida en el pasto mientras arrojaba al lente de la cámara, o al porvenir, que
es lo mismo, una sonrisa franca y explosiva, de
una mujer de 22 años.
Manu hubiera querido partirse en
dos, uno que la buscara y otro que la pidiera perdón a Elena. Lanzó un gritó
con sus ojos, tan fuerte que dejó empapada la frente de Águeda. Perdón, le
dijo, te escupí. Aqueda se sentó. Se limpió con la mano, y vio que del ojo izquierdo
de Manu caía una lágrima. ¿Y eso?, le preguntó. Manu se sentó a su lado en el césped,
y contestó: Me dio un gorrión horrible. ¿Gorrión? Así dicen los cubanos cuando
tienen una tristeza infinita. Me dio el blues, pues. ¿Y eso por qué?, quiso
saber Águeda. No lo sé, quizá porque algún día miraré la foto que acabo de
tomarte y te echaré de menos. Ella se quedó viendo a la nada, o a unos perros
que a lo lejos jugueteaban entre los arbustos. No dirá nada, pensó él. No quiso
presionarla, preguntarle su opinión sobre su gorrión, porque sabía que alguna
vez ella tenía que aprender a comunicarse, entender que los silencios algunas
veces lastiman más que los insultos. Sin proponérselo, Manu empezó a llorar, y
ya no con una lágrima sino con cientos de ellas.
Sentía que algo le picaba la
existencia.
Águeda se acercó a él, le quitó la
Canon, y lo abrazó. De manera mecánica, se llevó la cámara al ojo izquierdo y tomó
una foto de los árboles, los deportistas, los perros. Era la imagen que Manu
tenía ahora en sus manos, que recordaba que había sido tomada por ella, sin
lágrimas de por medio. Le llamó la
atención otra fotografía que sobresalía del montón. Era Águeda parada en un
sendero boscoso sorteado por altos árboles, mientras aleteaba los brazos simulando
un ave.
Con esa foto en su poder, decidió
invitar a Elena a Taxco. Sería su propio viaje. Quizás algún día llegaría a esa
misma situación –ver las fotos de su nueva novia- mientras planeaba la manera
de pedir disculpas a otra mujer, luego de decirle “te vale madres” a la
pregunta de por qué no rompes las fotos de esa chica que te acompaña en lo que
parece ser la hermosa ciudad de Juan Luis de Alarcón.
Ciudad de México 1998
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