viernes, septiembre 05, 2014

ARTISTA DEL SILENCIO

(Del archivo de textos inconclusos)

Había perdido la costumbre de conversar. Mi familia estaba muerta. Era una ostra. A veces me divertía imaginar que mis cuerdas vocales desaparecían. Eso me hacía daño. Era un juego masoquista. Recuerdo la primera vez que lo jugué. Caminaba por el zócalo de la ciudad. Acababa de comprar plástico y papel de colores, todo lo necesario para forrar mis libros. Llegué con la despachadora. Masticaba chicle. Me dio asco. Me negué a hablarle. No sabía si por el chicle o simple capricho. Preferí tomar un volante que tenía en el mostrador y escribí lo que quería a manera de nota. Le entregué el papelito, me vio con mal talante, alzó una ceja,  y dio la media vuelta. Observé su enorme culo acudir por mi pedido. Se subió a un banquito para alcanzar el papel azul cielo que le pedía. No tuve que pedir la cuenta. Era su trabajo hacerlo. Fue a la máquina registradora y se imprimó lo que le debía. Le pagué. No hubo necesidad de hablar. Ella ni se extrañó, parecía que así lo prefería. En la calle me di cuenta lo bien que se estaba así, en silencio, sin condenar los labios y la lengua con palabras inútiles. Imaginé que mis cuerdas vocales desaparecían. Es un órgano prescindible, pensé. Y cuando atravesaba el Zócalo, saliendo de 20 de Noviembre, viendo cada vez más de cerca el asta bandera, mi bandera, una fascinante e irreverente águila devorando una serpiente, me di cuenta que las personas estábamos constituidas por órganos sensoriales prescindibles, al menos, si de conseguir plástico y papel de colores para forrar libros se tratara. Si estuviese sordo, andaría. Lo mismo ciego. Igual hubiera conseguido los materiales que necesitaba. De pronto un tipo pasó corriendo a mi lado y me derribó. No logré articular ningún insulto, era como si mis cuerdas vocales hubieran desaparecido de mi garganta. Un hombre mayor ayudó a levantarme del piso. No le dije gracias. Creí suponer que no había necesidad. Consternado, continuó su camino farullando algo así como esta juventud malograda o algo así, mientras me echaba un último vistazo sobre el hombro. En ese momento sentí unas ganas incontenibles por articular una palabra. No necesariamente gracias. La que fuera. Continué mi camino como escupido por el sol. Me agarraba la garganta. Minutos después, logré articular una letra. La "e". No recuerdo qué era lo que quería decir, quizá "estúpido", o "se me ha concedido un deseo", pero únicamente la "e" fue articulada, como si mis conductos vocales hubieran estado en total abandono durante siglos enteros, sintiendo la "e" no como el inicio lógico de la oración que quería articular, sino una "e" primigenia, la "e" en su origen gutural. Con un poco más de esfuerzo pude decir en voz alta mi nombre: Miguel López. Mi edad: 25. Mi profesión: artista del silencio.