miércoles, diciembre 24, 2014

Fotos


Una buena manera de empezar este relato es mirar detenidamente la foto de Agueda. Ves cómo explota su sonrisa en el extremo izquierdo del encuadre. Parece que quisiera encontrar algo más allá de los 15 por 10 centímetros a los que queda reducido un close up. ¿Cuántas cosas ves en la imagen? Muchas, sí, pero menos de las que sientes, sin duda. Elena exige mucho. Sabes que algún día ella entrará a tu casa e irá directo a tu habitación por la caja de madera que contiene tu pasado. Y pedirá eliminarlo. ¿Por qué negárselo? Pero, por otro lado, ¿por qué concedérselo? Sería mejor pedir a tu mejor amigo que guarde para ti esas fotos que te hacen vivo, que te hacen el hombre que ahora eres y del que se enamoró Elena. Pero sabes que no lo harás. ¿Qué palabras dirás cuando, en 1 o 10 años, tu amigo te diga, mira Manu, ten tus fotos que ya no les encuentro lugar en mi armario, y entonces caerán de nueva cuenta en tus manos?

Luego Elena te mirará destrozada por lo que hace 1, 10 o 15 años no hiciste. ¿Cómo hacer, entonces? ¿Cómo desaparecer unas fotos sin auto eliminarse, suicidarse?, ¿bajo qué malévolas razones habría que flagelar la sonrisa de Elena de mujer enamorada?, ¿cómo evitar el destazar el encuadre que elegiste, el mismo que escogería, a su vez, un hombre enamorado? Ahora ves la fotografía siguiente y procuras no ladearla mucho. Agueda se sostiene en un pie y relampaguean sus manos, como si fuera una hermosa ave, para no caerse en un vacío imaginario, no quieres que caiga de veras. Te dices que nunca debieron inventar los procedimientos químicos que dieron como resultado esos malditos armatostes tejedores de realidades e intrusas de los instantes. Observas detenidamente la imagen y te dices que nada es más bello que una mujer inmortalizada en la pared infinita del papel kodak. Por eso piensas dos veces antes de llegar a una decisión, el plantearte el trascendental, y siempre bien recibido “por qué”, en estos asuntos del alma, con qué derecho –te preguntas- quitarle al mundo y a mí mismo la prueba de una mujer que existió y me definió?, ¿para qué tijeretearla, con qué corazón tirar esos trozos de inmortalidad al bote de basura, reino de los desperdicios de naranjas, klenex usados, y demás inmundicias de la vida diaria? ¿Qué hacer?, te preguntas, ¿qué hacer?, preguntas.

FOTO 1

Hemos mirado muchas fotografías en nuestras vidas. ¿Y qué nos queda? Un vacío, una suerte de disminución del alma, el comprender que alguien nos robó aquel instante que formó una fiesta, un viaje, o el gusto nomás por ser inmortalizado de una manera cómoda y fácil. Pero en cada foto que vemos, en las que nos vemos, siempre hay una interrogante, una posibilidad no resuelta. ¿Qué hubiera pasado si…? ¿Dónde andaría ella si yo…? ¿Y si ella…? ¿Qué sería de mi si…? Nada más melancólico que la pregunta irresuelta invocada por una fotografía.

FOTO II

-         ¿Sabes Elena, sabes para qué son las fotos?
-          Para no dejarnos morir.
-          ¿Entonces? ¿Por qué haces que me mate? Porque te necesito a ti, el de esas fotos es un desconocido.
-          Soy el mismo pero en versión mejorada. ¿No lo puedes entender? Sí, pero lo que no soporto es a ella.
-          ¿Qué tiene ella?
-          Sus ojos.
-          ¿?
-          No miran la lente de la cámara. Bueno, sí, pero buscan ansiosos tu alma.
-          ¿Qué hay de malo en eso?
-          Todo.
-          ¿Qué es todo?
-          ¿Y si todavía sigue buscando el fondo de tu alma?
-          Posibilidad posible. ¿Y?
-          ¿Tú qué buscas ahora?
-          Nada.
-          ¿Por qué?
-          Porque ya te encontré.
-          ¡Exactamente! Tu no búsqueda puede conducirte a desear una nueva búsqueda. A la de  los ojos que te buscan.
-          Y todo por unas fotos que niegas.
-          ¡Unas fotos que te afirman, que es peor! ¿Las vas a romper o no?
-          No.
-          Me vas a romper a mí.
-          No quiero romper a nadie.
-          Para qué asirte a las imágenes, entonces.

FOTO III

Para los seres humanos, la vida es demasiado larga como para andar recordando todos sus actos. Por eso recurren a las cámaras fotográficas. Manu es alguien que no le interesa recordar sus incidentes de la vida utilizando su cerebro finito. Le gusta ver para recordar. Sí, ya sé. Ahora mismo pienso lo mismo que tú. ¿Y la memoria llana y desnuda?, ¿acaso no es más grande que una imagen que se le escurre a la mortalidad? ¿A dónde queda el aquí y el ahora, el concluir que el pasado es una borrasca incidental de la vida? No lo vayan a decir, pero Manu es un cobarde. No tiene el valor de la auto laceración.

FOTO IV

Elena dejaba caer el recordatorio cada que podía. Habían dejado la ciudad de México, transitaban por la carretera Cuernavaca-Taxco. Manu manejaba la camioneta Dart Guayín, y Elena manejaba la conversación.

-          ¿Qué fue de ella?

Elena había hecho esa pregunta luego de pagar la caseta de cuota. El sol empezaba a adivinar los campos. Sería un día pesadamente claro.

-         ¿Quieres dejar de pensar en lo mismo?
-          ¡Contéstame!

Fueron cinco minutos de curvas y rectas en absoluto silencio. Los señalamientos “curva a 100 metros”, “disminuya su velocidad”, “si bebe, no conduzca”, le parecían odiosos. Manu quiso cambiar de tema. A propósito de un anuncio panorámico que se le presentaba, dijo: “Mira, a dos años de las elecciones, y todavía hay propaganda política en los cerros”, y su dedo señaló hacia un cerro desgajado donde se leía: “Bienestar para las familias”. Luego, contestó.

- Nada. De ella no se hizo nada.
-          ¿Qué hace ahora?
-          No lo sé.

Apenas empezaba el rumor cotidiano de Taxco. Tuvieron que dejar la camioneta en un estacionamiento a las afueras de la ciudad, porque Taxco está diseñada para caminarse. El azar los llevó a una pequeña glorieta con una fuente de piedra, donde vieron casa de cuatro pisos que hacía las veces de una agradable posada. Se instalaron ahí. En la habitación, Manu sacó la Canon.
-          ¿Qué haces?
-          Preparo la cámara.
-          ¿Hace cuánto que la tienes?
-          Cuatro años.
-          O sea, es la misma que retrató a la otra.
-          Esa otra era mi novia.
-          Por mí, la puedes ir guardando. No voy a dejar que me tomes ninguna foto.
-          No te preocupes, aquí hay cosas  más interesantes que tú.

Elena le ensartó una mirada de cachetada. Manu la sintió. Le sonrió, llevó la cámara a su ojo derecho, y disparó el obturador. Ella también rió.

Recorrieron cada rincón de la ciudad. Entraron en los talleres de plata, donde vieron a los padres e hijos trabajar el mineral. Platicaron con la gente. Un señor, admitió que una pulsera, la más simple, era más barata en cualquier parte del país que ahí, en la ciudad de Juan Ruíz de Alarcón.
Manu se dedicó a retratar los andares de Elena, quien por momentos olvidaba que venía acompañada. Le tomó varias fotos de espaldas, ahora preguntando por una bolsa de yute o comprando una paleta de limón. Sin proponérselo, le tomó una foto a su melena cuando de pronto ella se giró intempestivamente para ver por sonreírle a su novio, y al escuchar en ese momento el obturador entendió que el movimiento de su cabello estaría inmortalizado gracias a un pequeño adminículo de la modernidad.

Era un exquisito día de luces y sombras. La estrechez de las calles, los callejones, hacían que las oscuridades fortuitas tuvieran una prioridad ante el pesado rayo que caía, ya sea en la pared de una iglesia o en los numerosos balcones con guiños europeos.

Entraron a un restaurante y se sentaron en un balcón que daba al zócalo de la ciudad. Toda la plaza se extendía ante sus ojos. Un grupo de concheros danzaba. Elena hizo la observación de las piernas musculosas de una pequeña bailarina de unos 12 años, envuelta por un largo vestido de manta que a cada vuelta del baile dejaba una pierna al aire. Manu enfocó, y sacó una foto de aquella tarde.
-          Dios, ¿sientes el día?
-          Precioso.
-          Foto.
Manu encuadró un close up de Elena. Sería una fotografía de ella enmarcada por las copas de los árboles que sobresalían en el balcón del lugar.
-          Esta es histórica –dijo Manu.
-          ¿Por qué?
-       Porque mañana serás distinta –hizo una larga pausa-. Tengo que decirte algo, Elena, no me voy a deshacer de las fotografías.

Elena tomó del refresco que le habían traído. Miraba con atención el baile de los concheros. Los tambores resonaban por toda la plaza. El sol quemaba fuerte allá abajo.
-          Nada me importa –contestó ella.

Manu se sintió cansado. Ordenó una carne tampiqueña. Empezó a desear no haber tomado ninguna fotografía en todo ese día. Sabía que al revelarlas, recordaría los berrinches de Elena. Tuvo la impresión de que ya había vivido la misma escena. Recordó a  Agueda. Y mientras Elena sorbía su consomé de pollo, él tenía en mente a la mujer perdida. Vio cómo le soplaba a la cucharita, el consomé ardía. Echó un vistazo a todo el restaurante. La misma escena. Hombres, mujeres y niños, manteniendo vivos sus cuerpos. Mascando carnes, verduras, tortillas. Qué primitivo le resultó aquello. Elena, por su parte, también imaginaba esa misma escena, sólo que transcurrida dentro de muchos años, donde se veía a sí misma como una guapa señora, recitándoles a sus hijos, con la foto en la mano, dónde era que su padre le había tomado aquella bella foto, o recordando el sabor de esa sabrosa paleta de limón. En el fondo, Elena era consciente de que sin las fotos de Manu no hubiera podido recordar los sentimientos que le embargaban mientras comía su consomé de pollo, es más, ni siquiera se hubiera acordado de la paleta de limón. Quizá a sus hijos les hubiera podido decir, aquí comimos, en este sitio nos sentamos, pero sin duda hubiera olvidado las piernas musculosas de la niña conchera o lo lindo que tenía entonces su cabello. Amaba las fotografías que le hacía su novio. Odiaba las que él le había tomado, a sus otras mujeres.

- Todo esto algún día no vas a tener sentido –Manu rompió la ensoñación de Elena-.
-          ¿A qué te refieres? –contestó ella mientras el mesero le ponía el mole negro en el mantel.
-          Las fotos, esta comida. Nada importa. Será un pasado obscuro, muerto.
-          ¿Lo ves? ¿Me estás comprendiendo al fin? 
- Sin embargo –compuso Manu- allí estarás tú, a mi lado, haciendo lógica e irrefutable la foto de la plaza. La prueba de lo que vivimos. Si no estás conmigo, será como si nada de esto hubiera pasado, aunque las fotos me digan lo contrario. Es por eso que no quiero romper nada, destazar mi pasado. Quiero la prueba de que ahí está, y estuvo.
-          ¡Peor tantito! –gritó Elena ante la mirada curiosa de los vecinos de mesa-. Es muy grave lo que dices. Me estás dando a entender que como ya no está contigo tu ex, las fotos serán el paliativo a la disminución de tu memoria. Como si quisieras que fuera ella la que estuviera aquí contigo, dando un sentido a esa caja de madera donde guardas tu tesoro.
-          Cruzó los brazos, se echó hacia atrás, y miró fijamente algún punto del zócalo donde los concheros ahora tomaban un descanso. Su mole se enfriaba.

FOTO V

Manu trabajaba como corrector de estilo en un periódico de circulación nacional. Era un buen empleo. Pero su hobbie, eran la fotografía. Era como su droga. Tenía un archivo ingente.
En las paredes de su departamento colgaban algunas ampliaciones tamaño poster. Sobresalía una panorámica nocturna de los 111 zapatistas que tomaron el Zócalo de la ciudad de México en septiembre de 1997. En la imagen, se observaban 111 pares de ojos negros -como nunca había visto antes unos ojos tan negros y tan profundos- que se asomaban por las rendijas de los pasamontañas y los paliacates, mientras sus brazos apuntaban hacia el cielo, como si de estos indígenas dependiera que a México no se le cayera el cielo encima. Y, en tercer plano, se alcanzaba a ver la bandera mexicana.

También ocupaba un espacio importante en la estancia, una placa en blanco y negro donde se veía a sí mismo, la cual conservaba no sólo por razones estéticas, sino porque había sido la única fotografía que en su relación le había tomado Agueda. En esta, Manu se encontraba parado en una vereda del Desierto de los Leones, con las piernas separadas, semejando un compás escolar, y en la que su cuerpo era una diminuta partícula al lado de los árboles gigantescos de este bosque de eucaliptos.

A pesar de las fotografías que pululaban por cada rincón de la casa, ahora en un librero, sobre la televisión, en un esquinero,  en un collage colgado en la pared del comedor, no había ninguna de Águeda. Las de ella las guardaba en una caja de madera. Elena nunca las había visto, aunque sabía que ahí se encontraban. “¿Qué guardas ahí”?, alguna vez le preguntó. “Fotos que no quisieras ver”, le dijo. No hubo más que explicar.

Pero todo cambio cuando Elena hurgó en la cajita. Sacó los manojos de fotografías separadas por ligas, lo que debía ser, pensó, una división que respetaba algún criterio de fechas, viajes, o temas. Cada persona maneja sus propios códigos en los recuerdos relacionados con el corazón. Elena tomó el paquetito más a la mano y la primera foto era la de una mujer que posaba en las orillas de un río. La segunda era Manu abrazando a la misma mujer en el mismo río, la tercera era la mujer y Manu juntos en la escalera de una pirámide, con la variante, insoportable para los ojos de la intrusa, que la desconocida se colgaba del cuello del hombre mientras le daba un gran beso en le mejilla. Eso le sacó de quicio, de su centro femenino y, sin afán masoquista, las guardó y decidió no ver más.

Cuando Manu llegó a su departamento, Elena lo esperaba recostada en el futón de la estancia principal. Él traía una pizza hawaiana que cenaron mecánicamente. Por el silencio de Elena, Manu sabía que algo le pasaba, pero no le preguntó lo que le sucedía. Al final de la velada, ella no quiso quedarse a dormir así que la fue a dejar apenas terminaron con el último triángulo de la Domino´s. Por la mañana, muy temprano, antes de las 6 AM, el teléfono sonó.
-          Bueno.
-          Perdón que te despierte –soltó la novia a boca jarro-. Dime algo, ¿por qué no te deshaces de las fotos de tu “ex”?
Manu quedó absorto, aunque no sabía si por la pregunta o porque su reloj biológico le decía que eran horas de la madrugada.
-          ¿Perdón? –atinó a decir mientras se tallaba los ojos-. ¿Qué hora es?
-          ¿Por qué las conservas? ¡Contéstame!

Enseguida Manu tuvo la respuesta de lo que tenía su novia la noche anterior. La imaginó merodeando sus cosas y su temor se había hecho realidad: había violado la secrecía de su cajita de madera. Por un momento, se puso nervioso, no atinaba qué decir. Dejó que pasaran varios segundos, y entonces dijo lo más sensato que se le ocurrió en su estado somnoliento.
-          Te vale madres.
Y colgó.
FOTO VI

Tomar fotos es algo más que presionar un botón. El acto de robarle a la vida su tiempo y espacio supone una responsabilidad infinita. Es un compromiso semejante al ser padre, aunque todavía mayor.  De ahí radica el arte fotográfico. A la imagen se le eterniza intencionalmente; en cambio, a los hijos se les temporaliza y da forma sin la voluntad del creador.

Manu entendía las imágenes plasmadas en el papel fotográfico como un designio sagrado. Era él ante el objeto, él ante el abismo, él ante la luz. Y, en una especie de tautología fotográfica, el disparar el obturador implicaba también un autorretrato.

Cuando veía los planos americanos de Águeda, los cabellos volando al aire, los ojos fijos en la lente de la cámara, todo ello era la afirmación de su existencia. Manu sabía que la labor del fotógrafo no terminaba con el clic, sino que empezaba justamente entonces. El ser responsable de su entorno, su vida, desde ese fugaz instante hasta la próxima imagen, era la autoafirmación de su existencia. El asumir, además, paralelamente, que hay un mundo alrededor suyo que se escapa a los objetos que se encuadran. El apresurarse para correr el rollo y tomar el otro instante cambiante. El trabajo de encontrar un sentido a lo negros del papel fotográfico. El sumar los trocitos de vida y entregárselos a sí mismo en el provenir. Entender que la foto propiamente dicha carece de valor si el artista no le da ningún sentido a: 1) Lo que había antes del instante fotografiado. 2) Lo que pasó después y 3) El momento irrepetible en sí.
FOTO VII

Elena se descubrió el hombre coquetamente. Tenía puesto un vestido que le llegaba hasta los tobillos. Se cotoneó, dibujó semicírculos con su cadera y, cuando se hincaba, se tumbó de espaldas en la cama. Manu rebotó. Ella estaba rendida para seguir con el juego del streep tease. El cuarto del hotel era una hermosa posada colonial. Con las paredes naranjas, y los muebles de madera rústica.
Elena era una excelente modelo. Proponía tomas, escenas, a veces corría para ser retratada a lado de tres niños subidos en una bicicleta, en el que el mayor pedaleaba, uno más chico se agarraba fuerte de la espalda subido en los diablitos, y el tercero, de acaso 1 año de edad, veía cómodamente el paisaje sentado en una canasta arriba del manubrio.

Otras veces gritaba ¡ahí!, y corría para ser fotografiada en el rincón de alguna plazuela, justo en ese segundo, sin margen para decir se me acabó el rollo o espérame mientras te enfoco, conocedora de que la luz varía a cántaros impostergables.

Se hizo un silencio en la habitación. Había hermosos jarrones de barro, y cuadros panorámicos de Taxco. La iluminación provenía de las lámparas encima de los burós, había un cálido ambiente, “romántico”, diría Elena cuando días después regresaron a casa.
-¿Cuántos rollos te acabaste? –preguntó ella mientras se observaba las piernas desnudas-.
-          Tres –precisó Manu-.
-          Y los que faltan.
-          Así es. Y los que faltan.
-          Si alguna vez tú y yo terminamos, ¿qué vas a hacer con mis fotos? Digamos, tienes una nueva novia y te pregunta que quiere ver todas tus fotografías, ¿qué harías?
-          No lo sé, supongo que lo mismo que hice contigo.
-          ¿Qué?
-          Decirle que quizá haya fotos que no quisiera ver.
-          ¿Es todo?
-          Ajá.
-          ¿Pero cómo? ¿Y si te dice que no hay problema, que quiere verlas, y llega a mí, qué le dirías?
-          Le diría tu nombre.
-          ¡Argh! ¿Y por qué le vas a andar diciendo mi nombre a una desconocida?
-          Oh, bueno, ¿entonces qué quieres que haga?
-          ¡Rompe mis fotos! Claro que antes nos veríamos para que me dieras todos los negativos en los que salgo yo.
-          ¿Y qué haremos con las que estemos los dos?
-          No lo había pensado. Romperlas, igual.
-          ¿Con qué derecho me habría de partir a la mitad sólo porque estás conmigo?
-          ¿Entonces qué hacemos? Nunca nadie me había tomado tantas fotos. Lo que sí no quisiera, te digo en serio, es que donde salgo yo se las enseñes a tu próxima novia. O bueno, sí, para que vea lo bonita que soy y lo horrorosa que ella seguramente será comparada conmigo. Porque ella no va a ser tan bonita como yo.
-          En eso tienes razón –le dio Manu por su lado-.
-          ¡Claro que la tengo! No me des el avión.
Elena se abalanzó sobre él, le dio un gran beso en la mejilla (similar al que una vez le diera Águeda) y se quedó recostada en el pecho de Manu. A él le hubiera encantado tomar una foto de la escena.

FOTO VIII

Cuando Manu despertó tomó conciencia de lo sucedido entre Elena y él. Le había colgado el teléfono. Le había dicho te vale madres y se había quedado dormido hasta las 10 de la mañana. El insulto no era lo que le preocupaba, sino la intolerancia de haber rehuido al problema y optar por el camino fácil del auricular estrellado en el aparato telefónico.

Se preguntó por qué lo había hecho. Recordó a Águeda, con ella no tenía esos exabruptos, y en eso radicaba su fuerza, por eso la dejó, cuando se dio cuenta de lo mal que le hacía que lo obligara a todo con sus silencios. Corrió a la caja de madera, buscó el manojo de fotos de los primeros viajes con su ex novia y observó un close up de Águeda tendida en el pasto mientras arrojaba al lente de la cámara, o al porvenir, que es lo mismo, una sonrisa franca y explosiva, de  una mujer de 22 años.
Manu hubiera querido partirse en dos, uno que la buscara y otro que la pidiera perdón a Elena. Lanzó un gritó con sus ojos, tan fuerte que dejó empapada la frente de Águeda. Perdón, le dijo, te escupí. Aqueda se sentó. Se limpió con la mano, y vio que del ojo izquierdo de Manu caía una lágrima. ¿Y eso?, le preguntó. Manu se sentó a su lado en el césped, y contestó: Me dio un gorrión horrible. ¿Gorrión? Así dicen los cubanos cuando tienen una tristeza infinita. Me dio el blues, pues. ¿Y eso por qué?, quiso saber Águeda. No lo sé, quizá porque algún día miraré la foto que acabo de tomarte y te echaré de menos. Ella se quedó viendo a la nada, o a unos perros que a lo lejos jugueteaban entre los arbustos. No dirá nada, pensó él. No quiso presionarla, preguntarle su opinión sobre su gorrión, porque sabía que alguna vez ella tenía que aprender a comunicarse, entender que los silencios algunas veces lastiman más que los insultos. Sin proponérselo, Manu empezó a llorar, y ya no con una lágrima sino con cientos de ellas.

Sentía que algo le picaba la existencia.

Águeda se acercó a él, le quitó la Canon, y lo abrazó. De manera mecánica, se llevó la cámara al ojo izquierdo y tomó una foto de los árboles, los deportistas, los perros. Era la imagen que Manu tenía ahora en sus manos, que recordaba que había sido tomada por ella, sin lágrimas de por medio.  Le llamó la atención otra fotografía que sobresalía del montón. Era Águeda parada en un sendero boscoso sorteado por altos árboles, mientras aleteaba los brazos simulando un ave.

Con esa foto en su poder, decidió invitar a Elena a Taxco. Sería su propio viaje. Quizás algún día llegaría a esa misma situación –ver las fotos de su nueva novia- mientras planeaba la manera de pedir disculpas a otra mujer, luego de decirle “te vale madres” a la pregunta de por qué no rompes las fotos de esa chica que te acompaña en lo que parece ser la hermosa ciudad de Juan Luis de Alarcón.

Ciudad de México 1998