sábado, septiembre 13, 2008

El cine de nuestras vidas

Silba la noche el sabor del recuerdo. La calle es el cine de nuestras vidas. Ahí suceden tantas cosas.

La banqueta, el aire, la luz, las marquesinas, los edificios, las esquinas, las luces de los carros, proyectan, reviven, en el lugar más vertiginoso de nuestro cuerpo, la pulsación lejana de las compañías, las que hemos sido protagonistas, cuyos guiones terminan truncados, aniquilados a fuerza del tiempo, la distancia, el frío inclemente.

Así llegan los sonidos femeninos, justo cuando menos se le invocan. Así de caprichosa es la calle. Trae los olores, los besos milenarios, las pisadas sin rumbo, los abrazos, los besos, sin importar nombres, estatus, sólo esos días, los que ahora se recuerdan, en que una diferencia de 19 años poco importaron para el amor, al menos, uno efímero, ese que no es amor pero se siente todavía más que el de una pareja de ancianos, esos que matan, queman, alimentan el "presente", y que nunca llegan a ser mañana, -y más cuando así él lo estipuló- porque no podía durar ya no decir siempre, que eso es un montonal de tiempo, sino que tenía que fenecer cuando tuviera que fenecer- lo que al final, ocurrió después de 7 encuentros, 7 encuentros que terminaron en llanto, en delicadas lágrimas de enormes y negros ojos, y que cambiaron el rumbo, tal vez no de sus destinos, tan dispares, tan opuestos, pero sí, al menos, el de los recuerdos, esos que saltan a consecuencia del cine de nuestras vidas.

Señor



Suena el choque de las bolas del billar a mi costado. Son, para ser precisos, 12 mesas. Las acabo de contar. Todas dispuestas en el mismo piso, al fondo del local, y unas 15 mesas para comer algo, jugar dominó, o beber nomás. Aquí se llama Mala Fama. Aunque en el argot popular se le conoce como "El mala fama". Como si el artículo lo reverenciara.
El caso es que una chica de las que atienden, como de 18 o 19 años, me acaba de decir que huelo sabroso. Estoy sentado a lado de la computadora donde se saca e imprimen las cuentas. Y ella dijo:
- Qué sabroso huele, señor.
-¿Perdón? -tecleaba mi lap, apenas percibí palabras sueltas, "sabroso", "huele", "señor", que así escuchadas me fue imposible englobar la frase completa.
-Que huele muy sabroso. Lo percibo desde aquí. Y deduzco que debe ser usted porque no hay nadie más cerca, señor.
-Ah, mi loción -contesté-. Gracias... Pero ese "señor" no me gustó nada. Qué viejo me hace sentir.
Y luego, la chica de 18 o 19 años, sentenció:
-En la secundaria un maestro me decía que "Señorear" a alguien no tiene nada que ver con la edad. Lástima que atirbuya el señor sólo a una cuestión de años.
Esto lo dijo mientras caminaba a la barra, para seguir en su trabajo, mirando de soslayo. Sentí que el de 18 o 19 años era yo y que la chica que atendía las mesas era realmente la "señora. Maldita sea.