miércoles, diciembre 24, 2014

Fotos


Una buena manera de empezar este relato es mirar detenidamente la foto de Agueda. Ves cómo explota su sonrisa en el extremo izquierdo del encuadre. Parece que quisiera encontrar algo más allá de los 15 por 10 centímetros a los que queda reducido un close up. ¿Cuántas cosas ves en la imagen? Muchas, sí, pero menos de las que sientes, sin duda. Elena exige mucho. Sabes que algún día ella entrará a tu casa e irá directo a tu habitación por la caja de madera que contiene tu pasado. Y pedirá eliminarlo. ¿Por qué negárselo? Pero, por otro lado, ¿por qué concedérselo? Sería mejor pedir a tu mejor amigo que guarde para ti esas fotos que te hacen vivo, que te hacen el hombre que ahora eres y del que se enamoró Elena. Pero sabes que no lo harás. ¿Qué palabras dirás cuando, en 1 o 10 años, tu amigo te diga, mira Manu, ten tus fotos que ya no les encuentro lugar en mi armario, y entonces caerán de nueva cuenta en tus manos?

Luego Elena te mirará destrozada por lo que hace 1, 10 o 15 años no hiciste. ¿Cómo hacer, entonces? ¿Cómo desaparecer unas fotos sin auto eliminarse, suicidarse?, ¿bajo qué malévolas razones habría que flagelar la sonrisa de Elena de mujer enamorada?, ¿cómo evitar el destazar el encuadre que elegiste, el mismo que escogería, a su vez, un hombre enamorado? Ahora ves la fotografía siguiente y procuras no ladearla mucho. Agueda se sostiene en un pie y relampaguean sus manos, como si fuera una hermosa ave, para no caerse en un vacío imaginario, no quieres que caiga de veras. Te dices que nunca debieron inventar los procedimientos químicos que dieron como resultado esos malditos armatostes tejedores de realidades e intrusas de los instantes. Observas detenidamente la imagen y te dices que nada es más bello que una mujer inmortalizada en la pared infinita del papel kodak. Por eso piensas dos veces antes de llegar a una decisión, el plantearte el trascendental, y siempre bien recibido “por qué”, en estos asuntos del alma, con qué derecho –te preguntas- quitarle al mundo y a mí mismo la prueba de una mujer que existió y me definió?, ¿para qué tijeretearla, con qué corazón tirar esos trozos de inmortalidad al bote de basura, reino de los desperdicios de naranjas, klenex usados, y demás inmundicias de la vida diaria? ¿Qué hacer?, te preguntas, ¿qué hacer?, preguntas.

FOTO 1

Hemos mirado muchas fotografías en nuestras vidas. ¿Y qué nos queda? Un vacío, una suerte de disminución del alma, el comprender que alguien nos robó aquel instante que formó una fiesta, un viaje, o el gusto nomás por ser inmortalizado de una manera cómoda y fácil. Pero en cada foto que vemos, en las que nos vemos, siempre hay una interrogante, una posibilidad no resuelta. ¿Qué hubiera pasado si…? ¿Dónde andaría ella si yo…? ¿Y si ella…? ¿Qué sería de mi si…? Nada más melancólico que la pregunta irresuelta invocada por una fotografía.

FOTO II

-         ¿Sabes Elena, sabes para qué son las fotos?
-          Para no dejarnos morir.
-          ¿Entonces? ¿Por qué haces que me mate? Porque te necesito a ti, el de esas fotos es un desconocido.
-          Soy el mismo pero en versión mejorada. ¿No lo puedes entender? Sí, pero lo que no soporto es a ella.
-          ¿Qué tiene ella?
-          Sus ojos.
-          ¿?
-          No miran la lente de la cámara. Bueno, sí, pero buscan ansiosos tu alma.
-          ¿Qué hay de malo en eso?
-          Todo.
-          ¿Qué es todo?
-          ¿Y si todavía sigue buscando el fondo de tu alma?
-          Posibilidad posible. ¿Y?
-          ¿Tú qué buscas ahora?
-          Nada.
-          ¿Por qué?
-          Porque ya te encontré.
-          ¡Exactamente! Tu no búsqueda puede conducirte a desear una nueva búsqueda. A la de  los ojos que te buscan.
-          Y todo por unas fotos que niegas.
-          ¡Unas fotos que te afirman, que es peor! ¿Las vas a romper o no?
-          No.
-          Me vas a romper a mí.
-          No quiero romper a nadie.
-          Para qué asirte a las imágenes, entonces.

FOTO III

Para los seres humanos, la vida es demasiado larga como para andar recordando todos sus actos. Por eso recurren a las cámaras fotográficas. Manu es alguien que no le interesa recordar sus incidentes de la vida utilizando su cerebro finito. Le gusta ver para recordar. Sí, ya sé. Ahora mismo pienso lo mismo que tú. ¿Y la memoria llana y desnuda?, ¿acaso no es más grande que una imagen que se le escurre a la mortalidad? ¿A dónde queda el aquí y el ahora, el concluir que el pasado es una borrasca incidental de la vida? No lo vayan a decir, pero Manu es un cobarde. No tiene el valor de la auto laceración.

FOTO IV

Elena dejaba caer el recordatorio cada que podía. Habían dejado la ciudad de México, transitaban por la carretera Cuernavaca-Taxco. Manu manejaba la camioneta Dart Guayín, y Elena manejaba la conversación.

-          ¿Qué fue de ella?

Elena había hecho esa pregunta luego de pagar la caseta de cuota. El sol empezaba a adivinar los campos. Sería un día pesadamente claro.

-         ¿Quieres dejar de pensar en lo mismo?
-          ¡Contéstame!

Fueron cinco minutos de curvas y rectas en absoluto silencio. Los señalamientos “curva a 100 metros”, “disminuya su velocidad”, “si bebe, no conduzca”, le parecían odiosos. Manu quiso cambiar de tema. A propósito de un anuncio panorámico que se le presentaba, dijo: “Mira, a dos años de las elecciones, y todavía hay propaganda política en los cerros”, y su dedo señaló hacia un cerro desgajado donde se leía: “Bienestar para las familias”. Luego, contestó.

- Nada. De ella no se hizo nada.
-          ¿Qué hace ahora?
-          No lo sé.

Apenas empezaba el rumor cotidiano de Taxco. Tuvieron que dejar la camioneta en un estacionamiento a las afueras de la ciudad, porque Taxco está diseñada para caminarse. El azar los llevó a una pequeña glorieta con una fuente de piedra, donde vieron casa de cuatro pisos que hacía las veces de una agradable posada. Se instalaron ahí. En la habitación, Manu sacó la Canon.
-          ¿Qué haces?
-          Preparo la cámara.
-          ¿Hace cuánto que la tienes?
-          Cuatro años.
-          O sea, es la misma que retrató a la otra.
-          Esa otra era mi novia.
-          Por mí, la puedes ir guardando. No voy a dejar que me tomes ninguna foto.
-          No te preocupes, aquí hay cosas  más interesantes que tú.

Elena le ensartó una mirada de cachetada. Manu la sintió. Le sonrió, llevó la cámara a su ojo derecho, y disparó el obturador. Ella también rió.

Recorrieron cada rincón de la ciudad. Entraron en los talleres de plata, donde vieron a los padres e hijos trabajar el mineral. Platicaron con la gente. Un señor, admitió que una pulsera, la más simple, era más barata en cualquier parte del país que ahí, en la ciudad de Juan Ruíz de Alarcón.
Manu se dedicó a retratar los andares de Elena, quien por momentos olvidaba que venía acompañada. Le tomó varias fotos de espaldas, ahora preguntando por una bolsa de yute o comprando una paleta de limón. Sin proponérselo, le tomó una foto a su melena cuando de pronto ella se giró intempestivamente para ver por sonreírle a su novio, y al escuchar en ese momento el obturador entendió que el movimiento de su cabello estaría inmortalizado gracias a un pequeño adminículo de la modernidad.

Era un exquisito día de luces y sombras. La estrechez de las calles, los callejones, hacían que las oscuridades fortuitas tuvieran una prioridad ante el pesado rayo que caía, ya sea en la pared de una iglesia o en los numerosos balcones con guiños europeos.

Entraron a un restaurante y se sentaron en un balcón que daba al zócalo de la ciudad. Toda la plaza se extendía ante sus ojos. Un grupo de concheros danzaba. Elena hizo la observación de las piernas musculosas de una pequeña bailarina de unos 12 años, envuelta por un largo vestido de manta que a cada vuelta del baile dejaba una pierna al aire. Manu enfocó, y sacó una foto de aquella tarde.
-          Dios, ¿sientes el día?
-          Precioso.
-          Foto.
Manu encuadró un close up de Elena. Sería una fotografía de ella enmarcada por las copas de los árboles que sobresalían en el balcón del lugar.
-          Esta es histórica –dijo Manu.
-          ¿Por qué?
-       Porque mañana serás distinta –hizo una larga pausa-. Tengo que decirte algo, Elena, no me voy a deshacer de las fotografías.

Elena tomó del refresco que le habían traído. Miraba con atención el baile de los concheros. Los tambores resonaban por toda la plaza. El sol quemaba fuerte allá abajo.
-          Nada me importa –contestó ella.

Manu se sintió cansado. Ordenó una carne tampiqueña. Empezó a desear no haber tomado ninguna fotografía en todo ese día. Sabía que al revelarlas, recordaría los berrinches de Elena. Tuvo la impresión de que ya había vivido la misma escena. Recordó a  Agueda. Y mientras Elena sorbía su consomé de pollo, él tenía en mente a la mujer perdida. Vio cómo le soplaba a la cucharita, el consomé ardía. Echó un vistazo a todo el restaurante. La misma escena. Hombres, mujeres y niños, manteniendo vivos sus cuerpos. Mascando carnes, verduras, tortillas. Qué primitivo le resultó aquello. Elena, por su parte, también imaginaba esa misma escena, sólo que transcurrida dentro de muchos años, donde se veía a sí misma como una guapa señora, recitándoles a sus hijos, con la foto en la mano, dónde era que su padre le había tomado aquella bella foto, o recordando el sabor de esa sabrosa paleta de limón. En el fondo, Elena era consciente de que sin las fotos de Manu no hubiera podido recordar los sentimientos que le embargaban mientras comía su consomé de pollo, es más, ni siquiera se hubiera acordado de la paleta de limón. Quizá a sus hijos les hubiera podido decir, aquí comimos, en este sitio nos sentamos, pero sin duda hubiera olvidado las piernas musculosas de la niña conchera o lo lindo que tenía entonces su cabello. Amaba las fotografías que le hacía su novio. Odiaba las que él le había tomado, a sus otras mujeres.

- Todo esto algún día no vas a tener sentido –Manu rompió la ensoñación de Elena-.
-          ¿A qué te refieres? –contestó ella mientras el mesero le ponía el mole negro en el mantel.
-          Las fotos, esta comida. Nada importa. Será un pasado obscuro, muerto.
-          ¿Lo ves? ¿Me estás comprendiendo al fin? 
- Sin embargo –compuso Manu- allí estarás tú, a mi lado, haciendo lógica e irrefutable la foto de la plaza. La prueba de lo que vivimos. Si no estás conmigo, será como si nada de esto hubiera pasado, aunque las fotos me digan lo contrario. Es por eso que no quiero romper nada, destazar mi pasado. Quiero la prueba de que ahí está, y estuvo.
-          ¡Peor tantito! –gritó Elena ante la mirada curiosa de los vecinos de mesa-. Es muy grave lo que dices. Me estás dando a entender que como ya no está contigo tu ex, las fotos serán el paliativo a la disminución de tu memoria. Como si quisieras que fuera ella la que estuviera aquí contigo, dando un sentido a esa caja de madera donde guardas tu tesoro.
-          Cruzó los brazos, se echó hacia atrás, y miró fijamente algún punto del zócalo donde los concheros ahora tomaban un descanso. Su mole se enfriaba.

FOTO V

Manu trabajaba como corrector de estilo en un periódico de circulación nacional. Era un buen empleo. Pero su hobbie, eran la fotografía. Era como su droga. Tenía un archivo ingente.
En las paredes de su departamento colgaban algunas ampliaciones tamaño poster. Sobresalía una panorámica nocturna de los 111 zapatistas que tomaron el Zócalo de la ciudad de México en septiembre de 1997. En la imagen, se observaban 111 pares de ojos negros -como nunca había visto antes unos ojos tan negros y tan profundos- que se asomaban por las rendijas de los pasamontañas y los paliacates, mientras sus brazos apuntaban hacia el cielo, como si de estos indígenas dependiera que a México no se le cayera el cielo encima. Y, en tercer plano, se alcanzaba a ver la bandera mexicana.

También ocupaba un espacio importante en la estancia, una placa en blanco y negro donde se veía a sí mismo, la cual conservaba no sólo por razones estéticas, sino porque había sido la única fotografía que en su relación le había tomado Agueda. En esta, Manu se encontraba parado en una vereda del Desierto de los Leones, con las piernas separadas, semejando un compás escolar, y en la que su cuerpo era una diminuta partícula al lado de los árboles gigantescos de este bosque de eucaliptos.

A pesar de las fotografías que pululaban por cada rincón de la casa, ahora en un librero, sobre la televisión, en un esquinero,  en un collage colgado en la pared del comedor, no había ninguna de Águeda. Las de ella las guardaba en una caja de madera. Elena nunca las había visto, aunque sabía que ahí se encontraban. “¿Qué guardas ahí”?, alguna vez le preguntó. “Fotos que no quisieras ver”, le dijo. No hubo más que explicar.

Pero todo cambio cuando Elena hurgó en la cajita. Sacó los manojos de fotografías separadas por ligas, lo que debía ser, pensó, una división que respetaba algún criterio de fechas, viajes, o temas. Cada persona maneja sus propios códigos en los recuerdos relacionados con el corazón. Elena tomó el paquetito más a la mano y la primera foto era la de una mujer que posaba en las orillas de un río. La segunda era Manu abrazando a la misma mujer en el mismo río, la tercera era la mujer y Manu juntos en la escalera de una pirámide, con la variante, insoportable para los ojos de la intrusa, que la desconocida se colgaba del cuello del hombre mientras le daba un gran beso en le mejilla. Eso le sacó de quicio, de su centro femenino y, sin afán masoquista, las guardó y decidió no ver más.

Cuando Manu llegó a su departamento, Elena lo esperaba recostada en el futón de la estancia principal. Él traía una pizza hawaiana que cenaron mecánicamente. Por el silencio de Elena, Manu sabía que algo le pasaba, pero no le preguntó lo que le sucedía. Al final de la velada, ella no quiso quedarse a dormir así que la fue a dejar apenas terminaron con el último triángulo de la Domino´s. Por la mañana, muy temprano, antes de las 6 AM, el teléfono sonó.
-          Bueno.
-          Perdón que te despierte –soltó la novia a boca jarro-. Dime algo, ¿por qué no te deshaces de las fotos de tu “ex”?
Manu quedó absorto, aunque no sabía si por la pregunta o porque su reloj biológico le decía que eran horas de la madrugada.
-          ¿Perdón? –atinó a decir mientras se tallaba los ojos-. ¿Qué hora es?
-          ¿Por qué las conservas? ¡Contéstame!

Enseguida Manu tuvo la respuesta de lo que tenía su novia la noche anterior. La imaginó merodeando sus cosas y su temor se había hecho realidad: había violado la secrecía de su cajita de madera. Por un momento, se puso nervioso, no atinaba qué decir. Dejó que pasaran varios segundos, y entonces dijo lo más sensato que se le ocurrió en su estado somnoliento.
-          Te vale madres.
Y colgó.
FOTO VI

Tomar fotos es algo más que presionar un botón. El acto de robarle a la vida su tiempo y espacio supone una responsabilidad infinita. Es un compromiso semejante al ser padre, aunque todavía mayor.  De ahí radica el arte fotográfico. A la imagen se le eterniza intencionalmente; en cambio, a los hijos se les temporaliza y da forma sin la voluntad del creador.

Manu entendía las imágenes plasmadas en el papel fotográfico como un designio sagrado. Era él ante el objeto, él ante el abismo, él ante la luz. Y, en una especie de tautología fotográfica, el disparar el obturador implicaba también un autorretrato.

Cuando veía los planos americanos de Águeda, los cabellos volando al aire, los ojos fijos en la lente de la cámara, todo ello era la afirmación de su existencia. Manu sabía que la labor del fotógrafo no terminaba con el clic, sino que empezaba justamente entonces. El ser responsable de su entorno, su vida, desde ese fugaz instante hasta la próxima imagen, era la autoafirmación de su existencia. El asumir, además, paralelamente, que hay un mundo alrededor suyo que se escapa a los objetos que se encuadran. El apresurarse para correr el rollo y tomar el otro instante cambiante. El trabajo de encontrar un sentido a lo negros del papel fotográfico. El sumar los trocitos de vida y entregárselos a sí mismo en el provenir. Entender que la foto propiamente dicha carece de valor si el artista no le da ningún sentido a: 1) Lo que había antes del instante fotografiado. 2) Lo que pasó después y 3) El momento irrepetible en sí.
FOTO VII

Elena se descubrió el hombre coquetamente. Tenía puesto un vestido que le llegaba hasta los tobillos. Se cotoneó, dibujó semicírculos con su cadera y, cuando se hincaba, se tumbó de espaldas en la cama. Manu rebotó. Ella estaba rendida para seguir con el juego del streep tease. El cuarto del hotel era una hermosa posada colonial. Con las paredes naranjas, y los muebles de madera rústica.
Elena era una excelente modelo. Proponía tomas, escenas, a veces corría para ser retratada a lado de tres niños subidos en una bicicleta, en el que el mayor pedaleaba, uno más chico se agarraba fuerte de la espalda subido en los diablitos, y el tercero, de acaso 1 año de edad, veía cómodamente el paisaje sentado en una canasta arriba del manubrio.

Otras veces gritaba ¡ahí!, y corría para ser fotografiada en el rincón de alguna plazuela, justo en ese segundo, sin margen para decir se me acabó el rollo o espérame mientras te enfoco, conocedora de que la luz varía a cántaros impostergables.

Se hizo un silencio en la habitación. Había hermosos jarrones de barro, y cuadros panorámicos de Taxco. La iluminación provenía de las lámparas encima de los burós, había un cálido ambiente, “romántico”, diría Elena cuando días después regresaron a casa.
-¿Cuántos rollos te acabaste? –preguntó ella mientras se observaba las piernas desnudas-.
-          Tres –precisó Manu-.
-          Y los que faltan.
-          Así es. Y los que faltan.
-          Si alguna vez tú y yo terminamos, ¿qué vas a hacer con mis fotos? Digamos, tienes una nueva novia y te pregunta que quiere ver todas tus fotografías, ¿qué harías?
-          No lo sé, supongo que lo mismo que hice contigo.
-          ¿Qué?
-          Decirle que quizá haya fotos que no quisiera ver.
-          ¿Es todo?
-          Ajá.
-          ¿Pero cómo? ¿Y si te dice que no hay problema, que quiere verlas, y llega a mí, qué le dirías?
-          Le diría tu nombre.
-          ¡Argh! ¿Y por qué le vas a andar diciendo mi nombre a una desconocida?
-          Oh, bueno, ¿entonces qué quieres que haga?
-          ¡Rompe mis fotos! Claro que antes nos veríamos para que me dieras todos los negativos en los que salgo yo.
-          ¿Y qué haremos con las que estemos los dos?
-          No lo había pensado. Romperlas, igual.
-          ¿Con qué derecho me habría de partir a la mitad sólo porque estás conmigo?
-          ¿Entonces qué hacemos? Nunca nadie me había tomado tantas fotos. Lo que sí no quisiera, te digo en serio, es que donde salgo yo se las enseñes a tu próxima novia. O bueno, sí, para que vea lo bonita que soy y lo horrorosa que ella seguramente será comparada conmigo. Porque ella no va a ser tan bonita como yo.
-          En eso tienes razón –le dio Manu por su lado-.
-          ¡Claro que la tengo! No me des el avión.
Elena se abalanzó sobre él, le dio un gran beso en la mejilla (similar al que una vez le diera Águeda) y se quedó recostada en el pecho de Manu. A él le hubiera encantado tomar una foto de la escena.

FOTO VIII

Cuando Manu despertó tomó conciencia de lo sucedido entre Elena y él. Le había colgado el teléfono. Le había dicho te vale madres y se había quedado dormido hasta las 10 de la mañana. El insulto no era lo que le preocupaba, sino la intolerancia de haber rehuido al problema y optar por el camino fácil del auricular estrellado en el aparato telefónico.

Se preguntó por qué lo había hecho. Recordó a Águeda, con ella no tenía esos exabruptos, y en eso radicaba su fuerza, por eso la dejó, cuando se dio cuenta de lo mal que le hacía que lo obligara a todo con sus silencios. Corrió a la caja de madera, buscó el manojo de fotos de los primeros viajes con su ex novia y observó un close up de Águeda tendida en el pasto mientras arrojaba al lente de la cámara, o al porvenir, que es lo mismo, una sonrisa franca y explosiva, de  una mujer de 22 años.
Manu hubiera querido partirse en dos, uno que la buscara y otro que la pidiera perdón a Elena. Lanzó un gritó con sus ojos, tan fuerte que dejó empapada la frente de Águeda. Perdón, le dijo, te escupí. Aqueda se sentó. Se limpió con la mano, y vio que del ojo izquierdo de Manu caía una lágrima. ¿Y eso?, le preguntó. Manu se sentó a su lado en el césped, y contestó: Me dio un gorrión horrible. ¿Gorrión? Así dicen los cubanos cuando tienen una tristeza infinita. Me dio el blues, pues. ¿Y eso por qué?, quiso saber Águeda. No lo sé, quizá porque algún día miraré la foto que acabo de tomarte y te echaré de menos. Ella se quedó viendo a la nada, o a unos perros que a lo lejos jugueteaban entre los arbustos. No dirá nada, pensó él. No quiso presionarla, preguntarle su opinión sobre su gorrión, porque sabía que alguna vez ella tenía que aprender a comunicarse, entender que los silencios algunas veces lastiman más que los insultos. Sin proponérselo, Manu empezó a llorar, y ya no con una lágrima sino con cientos de ellas.

Sentía que algo le picaba la existencia.

Águeda se acercó a él, le quitó la Canon, y lo abrazó. De manera mecánica, se llevó la cámara al ojo izquierdo y tomó una foto de los árboles, los deportistas, los perros. Era la imagen que Manu tenía ahora en sus manos, que recordaba que había sido tomada por ella, sin lágrimas de por medio.  Le llamó la atención otra fotografía que sobresalía del montón. Era Águeda parada en un sendero boscoso sorteado por altos árboles, mientras aleteaba los brazos simulando un ave.

Con esa foto en su poder, decidió invitar a Elena a Taxco. Sería su propio viaje. Quizás algún día llegaría a esa misma situación –ver las fotos de su nueva novia- mientras planeaba la manera de pedir disculpas a otra mujer, luego de decirle “te vale madres” a la pregunta de por qué no rompes las fotos de esa chica que te acompaña en lo que parece ser la hermosa ciudad de Juan Luis de Alarcón.

Ciudad de México 1998



domingo, diciembre 07, 2014

Viajes Inconclusos

Observaba el paso de los árboles. A dónde van, a dónde los dejo. Nada más triste que ver pasar el tiempo subido en un tren. La máquina, un animal desesperado por llegar a ninguna parte. los rieles, el ruido infinito de las distancias. Las estaciones iban y venían. Toledo, Oviedo, Avignon, Bourdioux, Roma, Venecie, Aranjuez, pasaban como el aleteo del chupamirto. Veía las piedras milenarias de la revolución industrial, edad media, golpear los cielos grises de la vieja Europa, la que me enseña cajeros automáticos en medio de catedrales barrocas, restaurantes de comida rápida en barrios góticos, puentes lusitanos sobre ríos y mares cómplices. Viajar es un sueño hecho sueño hasta que no se está en el sueño. Los olores son cardúmenes inviolables; las ciudades, amantes que te prometen todo. Paseaba por las avenidas de la madre tierra, comprendiendo las luces, los letreros, los alborotos. Reía, era inmortal en tierra de desconocidos tan iguales. Corría un hilo de sangre entre dos tierras, diferentes pero en tiempos definitorios tan semejantes. Hacía saltos cuánticos de un museo a moteles con agua caliente, del Guernica a un café Internet. Eran recorridos libres, mis pasos, soliloquios. A nadie importaba si caminaba o desandaba, si fotografiaba los jardines de Andalucía o a mí mismo en una pose de estúpido turista pobre. El aliento retenía a mujeres exóticas, respiraba sus rostros, les inventaba historias. Platicaba con ellas en los autobuses. Era ciudadano del mundo. Recorríamos Lisboa, escuchábamos conciertos de chelo en fortalezas abúlicas. Sentía la delicia de las distancias relativas, absorbía la arquitectura vagamente familiar; ahí, Tenochtitlán se quedaba en el fulgor de un pensamiento moderno. Las cúpulas de las iglesias eran pechos olvidados por sus amantes. Los campanarios, violadores de un cielo laico. Luego empezamos a trotar juntos, arreglábamos las cosas, resolvíamos el presente. ¿Dónde dormir? ¿En qué hostal? Intuíamos que nuestros cuerpos se quedaban atrás, pisando el cansancio de las tierras, las mismas que andaron los romanos, normandos, galos, y sí, envejecíamos también, y sí, nos sentíamos culpables. cómplices por el desgaste del antiguo suelo. Me divertía tomando fotos inusuales, satisfacía mi ambición por no verte morir nunca. Yo, en cambio, moría un poco en el esfuerzo. El cielo azul era el pleonasmo de la vida bella. Mirar el Mediterráneo, los canales venecianos, el Tajo, el Sena, el insípido Manzanares, era como leer el códice no escrito del viejo mundo. En los viajes los sentimientos se vuelven ceremoniosos, Y con ellos encarábamos a Miguel Ángel, al renacimiento, al dalismo, al barroquismo. Un halo nos persignaba el alma. Rompía mi mente en pedazos al imaginar los rostros de los creadores y, en un ejercicio tortuoso, quedaba hecho polvo al imaginar las miradas de los primeros espectadores. Cuánto arte en medio de la inmundicia, la de siempre, la multiplicada. Las personas se transmutan en ríos, inundan los museos, aunque eso signifique no ver la cara de los otros. Pobre David, inmortal a causa de ojos ciegos, de los que hay que resguardarlos. Eso explica la entrada de los museos: de 9 a 6, sino, sería durante todo el día. Vi molinos, vi suecos, vi un hombre fumar mariguana en la parada del tranvía, vi prostitutas en las grandes vías, vi yonkis con botas y camisa limosnear una peseta, vi pasar a medianoche una góndola afuera de mi habitación, vi el festival de las mil máscaras en el centro belga, vi a marroquíes cobrarme por usar el teléfono, reconocí un Sena sin la brillantez del 80, aprendí a desconfiar en el metro de Barcelona, aprendí a fantasear con el estómago hueco, a caminar agotado de caminar, subí a tranvías, conocí a sus conductores, exhaustos de manejar con un dedo las modernas calesas. Dios mío, ¡cuántas iglesias! Entré a todas como para dejar de hacerlo toda una vida. Sentía no la fuerza de la devoción sino el encanto de lo primitivo. Admiraba el origen de la modernidad motivada por la fe. Piedras, mármol, yesos erguidos en altaneras construcciones, siglos de trabajo para el disfrute de los otros, de los nuevos que a su vez levantaron una iglesia más hermosa que la anterior. Y todo, me decía, ha fenecido, sólo permanece el disfrute para quienes gusten arañar las distancias -y los pasados-. El milenio termina, nada se construye para que dure cien años. "Lo sólido se desvancece en el aire". Qué era nos espera con el alma del mundo tan lejana, donde las creaciones se miden por las insípidas utilidades y el tiempo risible que transcurre para su desecho. Camino por el aeropuerto de Barajas, listo para desaparecer en los aires, para que a partir de entonces no haya duda que todo existe tímidamente en un pedazo de coexistencia. ¿Cómo serán las visiones, los espacios, los sueños, de los futuro siglo-veintún-decimonónicos, qué lugares visitarán en el Planeta Tierra, túneles, ciudades en cavernas, o seguirán admirando un mundo incomprensible, un milenio inexistente, curioso, con tontas iglesias, pirámides imposibles, y escritos primitivos, inservibles, que escriben los andariegos.

Ciudad de México, 1998

lunes, noviembre 17, 2014

Un univesritario no puede atender un Video Club Porno

lunes, diciembre 02, 2002

(Para el Inmorales, en un aniversario más de vida)

"Encargado de VIdeoclub. Alvaro Obregón numero 8 casi esquina Cuauhtémoc". 
Así decía el anuncio. No me desagradaba pasar una temporada rentando películas de acción de Stallone, Jan Claude Van Damme o infantiles al estilo de La sirenita, El Rey León o Serafin.
El caso es que al buscar el número referido en el Aviso Oportuno de El Universal, y después de pasar como por tres moteles de paso que, por alguna razón, pululan por ese lado de la avenida, -a uno de ellos, por cierto, solía llevar a una novia después de ir a comer a los Bisquets de Alvaro Obregón, para echarnos un rapidín y luego llegar como si nada a Televisa- noté un local que no tenía niguna razón social pero sí contaba a la entrada con unos maniquíes vestidos con negligués y ropa de cuero negro.
Leí el número en la pared y correspondía al que buscaba.
Francamente me dio mucha risa saber que estaba a punto de pedir chamba en una sex shop. Sabía que sería uno de esos trabajos sórdidos que me darían muchos temas para las novelas que, dicho sea de paso, nunca voy a escribir. "Aunque sea tendré mucho que reseñar para El Chiringuito", pensé.
Entré con mi solicitud de empleo en la mano, la extendí al encargado, y le dije que, para ser sinceros, no tenía experiencia atendiendo un videoclub, mucho menos porno, pero qué diablos, necesitaba la chamba. Llamó a otra empleada, ésta me preguntó si tenía una foto, que era indispensable -con que no sea una con la verga enhiesta y en pose de actor protagonista de Garganta Profunda, pensé- y me dijo que pusiera en la hoja amarilla el sueldo deseado.
En eso estaba, cuando de una puerta contigua salió una mujer como de 40 y pico de años, vestida de pants y con unos senos enormes que sobresalían de su payasito atigrado blanco y negro, cargando una maleta como las que se llevan para ir al gimnasio. Era evidente. Si viviera el flaco de oro, y lo tuviera enfrente, con su cara suplicante le estaría diciendo a éste: "Agustín, hazme un bolero".
La mujer interrumpió la conversación que tenía con la empleada, -para ser sinceros, mientras hablaba con ella, de reojo observaba unos jueguetitos sexuales que parecían ser unos dedales bastante extraños, y otros artefactos de plástico en forma de vagina, por lo que la mujer además interrumpió la exploración visual que hacía al lugar- y me preguntó si tenía experiencia. Le dije que no, "en el anuncio no decía experiencia", me defendí.
El caso es que sin ningún miramento, la mujer en cuestión asesinó mis aspiraciones de tener una chamba como la de algún personaje de Tarantino, al decirme que no era posible recibir mi solicitud, que era necesaria la experiencia, ya que era un negocio nuevo y necesitaban a alguien que supiera del asunto, para aprender incluso de sus conocimientos.
Maldición, nadie se preocupó por leer mi solicitud, observar que tengo una carrera universitaria, que por supuesto podía manejar perfectamente ese vide club y que hasta les hubiera sido útil proponiéndoles algunas etrategias de mercadotencia para hacer crecer su negocio de sexo. Anyway. 

viernes, septiembre 05, 2014

ARTISTA DEL SILENCIO

(Del archivo de textos inconclusos)

Había perdido la costumbre de conversar. Mi familia estaba muerta. Era una ostra. A veces me divertía imaginar que mis cuerdas vocales desaparecían. Eso me hacía daño. Era un juego masoquista. Recuerdo la primera vez que lo jugué. Caminaba por el zócalo de la ciudad. Acababa de comprar plástico y papel de colores, todo lo necesario para forrar mis libros. Llegué con la despachadora. Masticaba chicle. Me dio asco. Me negué a hablarle. No sabía si por el chicle o simple capricho. Preferí tomar un volante que tenía en el mostrador y escribí lo que quería a manera de nota. Le entregué el papelito, me vio con mal talante, alzó una ceja,  y dio la media vuelta. Observé su enorme culo acudir por mi pedido. Se subió a un banquito para alcanzar el papel azul cielo que le pedía. No tuve que pedir la cuenta. Era su trabajo hacerlo. Fue a la máquina registradora y se imprimó lo que le debía. Le pagué. No hubo necesidad de hablar. Ella ni se extrañó, parecía que así lo prefería. En la calle me di cuenta lo bien que se estaba así, en silencio, sin condenar los labios y la lengua con palabras inútiles. Imaginé que mis cuerdas vocales desaparecían. Es un órgano prescindible, pensé. Y cuando atravesaba el Zócalo, saliendo de 20 de Noviembre, viendo cada vez más de cerca el asta bandera, mi bandera, una fascinante e irreverente águila devorando una serpiente, me di cuenta que las personas estábamos constituidas por órganos sensoriales prescindibles, al menos, si de conseguir plástico y papel de colores para forrar libros se tratara. Si estuviese sordo, andaría. Lo mismo ciego. Igual hubiera conseguido los materiales que necesitaba. De pronto un tipo pasó corriendo a mi lado y me derribó. No logré articular ningún insulto, era como si mis cuerdas vocales hubieran desaparecido de mi garganta. Un hombre mayor ayudó a levantarme del piso. No le dije gracias. Creí suponer que no había necesidad. Consternado, continuó su camino farullando algo así como esta juventud malograda o algo así, mientras me echaba un último vistazo sobre el hombro. En ese momento sentí unas ganas incontenibles por articular una palabra. No necesariamente gracias. La que fuera. Continué mi camino como escupido por el sol. Me agarraba la garganta. Minutos después, logré articular una letra. La "e". No recuerdo qué era lo que quería decir, quizá "estúpido", o "se me ha concedido un deseo", pero únicamente la "e" fue articulada, como si mis conductos vocales hubieran estado en total abandono durante siglos enteros, sintiendo la "e" no como el inicio lógico de la oración que quería articular, sino una "e" primigenia, la "e" en su origen gutural. Con un poco más de esfuerzo pude decir en voz alta mi nombre: Miguel López. Mi edad: 25. Mi profesión: artista del silencio. 

sábado, julio 05, 2014

Manual del Misántropo


Manual del misántropo
Gerardo Soriano Palma

Empecé a odiar el mundo, odiarlos a todos ustedes, desde edad muy temprana. Los ojos de un niño son más agudos que los del antropólogo más reconocido. El odio comenzó con el extraño rechazo a mi nana. Apestaba. Ahí tomé conciencia de los cuerpos. Me daba cuenta que por naturaleza son sucios. Hay que lavarlos para que no huelan. Pero ella, mi nana, ni el agua la hacía justicia. Tenía una mugritud milenaria, hasta podía decir que cultural. Cuando crecí, adolescente aún, me dí cuenta que ella no era culpable de su suciedad. El responsable era el mundo y todo lo que había en él (y todo lo que creaba, como la noción de Dios y las sociedades). Empecé a sospechar que había una relación entre el olor a ajo y a caja de zapatos de mi nana, y el país en el que vivía; pero, poco tiempo después, México traspasó fronteras y la sospecha se empezó a extender allende del río Bravo, del Atlántico y de todos los rincones de nuestro planeta. "¿Cuánta gente con olor a ajo habrá en el mundo por culpa del hombre mismo y de su creador?", me cuestionaba. Y es que, al final de cuentas, ¿por qué tuvimos que ser creados con cuerpos que se apestan? 
La adolescencia es la etapa clave para toda aquella misantropía que se digne de serlo. En esa época dejé de sentir admiración por las mujeres. Veía que mi madre, la gran señora, hacía las mierdas más grandes de toda la familia. Me preguntaba si mi vecina, aquella niña coqueta que me cantaba cuando pasaba por su casa, haría las mismas cacas en el baño de su departamento. La respuesta era sí, lo hace. Perdía horas maldiciendo la hora en que Dios hizo que las mujeres cagaran y se echaran pedos. ¿Acaso no eran demasiado bellas para esos menesteres primitivos? Luego la maestra de biología hizo la gran revelación. Además de los compromisos naturales de las mujeres con sus vejigas, cada 28 días, sangraban. ¡De por sí repulsiva la sangre, era inconcebible que justamente por la parte a la que nunca le quitaba la vista ni a mi mentora ni a mis compañeras era por donde salían los chorritos del vital líquido! 
Me aparté de los círculos románticos que se imponían los adolescentes, como el ir en grupo a ver una película cursi o noches bohemias debajo de una farola. 
Sacié mis estúpidas necesidades sexuales con las prostitutas, las dignas rameras que cobran por ser putas, a diferencia de aquellas que lo son y, pobres idiotas, no cobran ningún centavo. 
Lancé mis saetas hacía el hombre ordinario. El sudor, entonces, tomó unas dimensiones insospechadas. La transpiración de los humanos era inversamente proporcional a mi desprecio. Observaba en todas partes caras brillosas, humanos que se entregaban al trabajo cinco días a la semana y otros dos en lavar sus pañuelos y ropas ennegrecidas. Dormir, despertar, trabajar; trabajar, despertar, dormir. Cumpliendo fielmente el destino impuesto por quién sabe quién. ¿Dije por quién? ¡Ah, no, es el destino mandado por el Señor! ¿Señor? Sí, el Señor. El principal error de los humanos es cuando toman demasiado en serio los designios de los Señores. Tenía razón (el seguramente maloliente) Marx, cuando dijo que la religión es el opio del pueblo. Dios es la perfecta excusa para que los hombres no hagan algo mejor con sus vidas (como acabar con ellas, por ejemplo). 
El sudor en los rostros me llevó a angustías terribles. Diseccionaba los cuerpos de mis semajantes y veía monstruosidades. Maldecía la hora en que la naturaleza nos hizo revestirnos de piel. El mundo no sería el mismo si convivieramos con cuerpos viscosos, rojos y con los órganos a la intemperie. 
Para ser un misántropo basta con ser de clase media; con esa rara oportunidad que te da el tener noción del estilo de vida de la clase alta y el padecer, además, casi como destino irremediable, las angustias de la clase baja. 
Y es en el auto, taxi, metro, fiestas, discotecas, restaurantes, videoclubes, centros comerciales, los alimentos que todo buen misántropo ha comido para odiar la existencia de sus semajantes (los mismos que otros misántropos degluten para odiarnos a nosotros mismos). 
Es moralmente inaceptable no odiar a la humanidad después de cumplir con los requisitos sociales. Una fiesta es el mejor ejemplo para sacar argumentos odiadores. Las personas se bañan, echan encima perfumes y lociones cuya publicidad, por cierto, debería decir: “porque tu cuerpo se apesta, usa este producto para disimular la inmundicia de tu condición humana”. Luego viene la música que se aprestan a bailar en total cumplimiento de un ritual primitivo. Y ahí los miras, absortos ante el sonido de la música, encerrados en cuatro paredes, zapateando rítmicamente, sus pieles iluminadas por la luz intermitente de focos multicolores. Bailar, bailar porque sí, porque es divertido, porque los señores se satisfacen viendo los culos de las jovenes, porque las señoras envidian los culos que ven sus maridos, porque cumplen con el deber de sentirse personas, porque es divertido que te suden las ingles, las nalgas si bailas mucho o no bailas nada, porque es divertido ir al baño cada 10 minutos para orinar las bebidas tomadas mecánicamente, porque es satisfactorio ligar con los demás, porque me siento realizado que vean mis estúpidas ropas almidonadas que por dentro empiezan a estar húmedas, porque me divierto inventando o imaginando historias eróticas de las parejas que veo a mi alrededor. Alguna vez me llegué a imaginar tomar un video personalizado a todas esas personas, tocar la puerta de sus casas y enseñarles lo grotesco que resulta su existencia, movimientos, poses que utilizan cuando bailan, coquetean, beben, fuman; que vean lo asqueroso de sus rostros brillosos, lo patético de sus carnes gelatinosas, lo falso de sus sonrisas, el maquillaje corrido, los pliegues arrugados de sus vestimentas, sobre todo en la parte de las nalgas. Pero entendí que la imagen del ser humano vista en la televisión no es repulsiva; antes bien, es admirada. 
Para odiar el mundo hay que abrir bien los ojos en los lugares públicos. Mirar a las personas por detrás es entender la pequeñez del hombre: sus espaldas ciegas, los lóbulos torpes de las orejas, la nuca inútil, la cabeza ignorante de lo que pasa por la vida detrás suyo. Al menos los búhos no tienen ese problema. Pueden girar libremente su cabeza 180 grados y ver lo que les dice el mundo a sus espaldas. 
Pobres diablos los humanos. Son felices con sus pequeños sueños, el televisor nuevo, el microondas, los pagos a plazos, el empleo de los miles de pesos. El mayor viaje de su vida, por lo general, es la luna de miel. Acapulco con sus tres días y dos noches ofrece el éxtasis de la aventura, los confines del universo; fornicar sobre camas usadas por otras miles de parejas igual de mediocres que ellas. Y aquí, lector, llegó a la época en que crecí, cuando me volví un adulto odiable, y dignamente odiado. Y es que empecé a sentir poco respeto por la palabra amor. Pero no por su significado como tal, sino por lo que las personas han hecho de su significado. Un misántropo conocido mío me dijo que si él fuera la palabra amor desaparecería del mundo: "Que las personas -comentó- se las arreglen sin mis cuatro letras". Lo más sensato que he escuchado en mi vida. Es así que perdido el respeto por la palabra amor (¿podría ser de otra manera?) perdí el respeto por las mujeres. No hay nada más aburrido en el mundo que una mujer enamorada. Me encolerizan, me exaspera su ingenuidad, el ignorar que en todo hombre, por más caballero, por más niñito bonito de 15 años que sea, se esconde la secreta intencionalidad de subirle o bajarle sus vestidos, observarles las nalgas tapadas por las pantaletas, quitarles las pantaletas y penetrar sus culos tiernos -en caso de ser pequeñas vírgenes- o sus nalgas conocedoras del rigor de la verga, -en caso de las más creciditas-. Porque ellas, las pobres inocentes, juran que el "hola" incidental dado en una fiesta, en el Metro, en el salón de clases, resultó ser el destino, el momento más romántico de sus vidas, la prueba de que existe el amor a primera vista. ¡Ja! Hay que reirse, ¡ja! ¡Lo que existe es las ganas de coger a primera vista! No el amor. A las mujeres les pasa lo mismo, lo admito, pero en tiempos diferentes. Es decir, aunque puede llegar a pasar, es díficil imaginar a una princesa de 15 años que a su vez imagine hacerle el felatio al chico guapo que le acaban de presentar mientras lo ve de espaldas marcharse. 
Cómo he reído a costas de las mujeres. Cuando se ilusionan por aquellos "bellos" momentos sin imaginarse que los hombres de lo único que se ocupan es en que no se note la erección fenomenal que se tiene cuando imaginan lo que traen puesto debajo de sus lindas ropas –las que pasan horas escogiendo- mientras nos miran como si fuéramos Romeo. 
Y cómo sufren, tanto hombres como mujeres, cuando las los abanadonan. Los humanos son tan poco capaces de indagar en sus sentimientos, que por eso los misántropos se imaginan ser la palabra amor para mandarlos todos a la mierda. 
Hay varios tipos de misántropos. Están los conformistas. Nada los hace felices pero tampoco les quita el sueño la humanidad. Antes bien, se vuelven como ellos, alcohólicos, adúlteros, hipócritas, mentirosos. Lo único que sienten es lástima por la condición del mundo, lástima por su patria, su ciudad, su calle, sus vecinos, su familia, por ellos mismos, y mueren insignificantes, aunque felices por saberse misántropos. 
Por otra parte, se encuentra el misántropo activista. Grita a los cuatro vientos las carencias de sus semejantes, les escupe en la cara su insulsa calidad humana; son artistas, músicos, locos callejeros y, en la mayoría de los casos, terminan en un manicomio o muertos por su propia mano. 
También se encuentran los misántropos radicales. A estos les teme la sociedad, los gobiernos, son los vilipendiados del sistema. Y es que, lector, estos matan. Entienden que su única misión es extinguir a la raza humana. En su ser sólo se gesta el trascender al loco alemán que planteó la idea del super hombre. "No hay super hombres, piensa, porque nadie merecemos vivir, desde el más pequeño hasta el más anciano de este planeta, el lugar del hombre está en la nulidad". Porque la existencia, humanos, es la nulidad. De ahí venimos, ahí vivimos, así morimos. Nulos. Bajo este paradigma he vivido 28 años. Más de un cuarto de siglo. Demasiado tiempo para no haber muerto de alguna congestión alcohólica, acribillado por un loco en un manicomio o felizmente nulificado por la pistola salvadora de un policía que protege al mundo de su nulidad nulificándome a mí en algún episodio violento en el interior de un centro comercial en su hora pico. 
Y hasta el día de hoy no sabía a ciencia cierta a qué clase de misántropo pertenecía. 
A veces, mientras fornicaba con la más vulgar de las prostitutas, sentía que era un misántropo conformista; otras, cuando besaba a la más querida de mis mujeres, sentía unas terribles ganas por salir corriendo, escribir mi trascendental epitafio y quitarme la vida; además, ha habido días en que me siento listo para hacerle un favor a la madre naturaleza y deshacerme de algunos cuantos humanos a través de una ráfaga de tiros certeros. 
Pero he encontrado que soy una cuarta clase de misántropo. Y explicar en qué consiste, es el objetivo de este relato. 
Soy un misántropo enano. Y esto, es la peor clase de humano que tiene la existencia; me explico: es un ser que no merece la nulidad porque el tamaño de su ser no le alcanza para ser nulificado. Es un nada. A Dios le faltó decir a la hora de la creación "hágase la nada". Si lo hubiera hecho, el nuestro sería un mundo paralelo donde habitaría media humanidad. Y donde no estaría yo, ni ustedes, por supuesto.
Viernes 4 de Junio de 1999 *


*La nulidad
(Epílogo opcional al “Manual del Misántropo”. No pasa nada si no se leé)Hay una equis en el centro de la vida. Es la nulidad. Hombres, mujeres, solidificados y nulos. Aunque el hombre es grande, más grande es la negación de la vida. El enemigo mayor del humano es el humano mismo. Nos nulificamos unos a otros. Somos la única especie que hace daño a sus semejantes, tanto en la ignorancia, como en la alevosía. Y esto es lo que nos hace nulos. Cualquier destello de vida, de deslumbramiento artístico, la socava el dolor, el daño que nos hacen quiénes amamos, o la patada de la naturaleza que muestra su furia con el viento, la lluvia, el terremoto o con la muerte propiamente dicha. Por esta razón, la inspiración es inversmaente proporcional a su contrario. Es decir, la nulidad es lo que vivimos, el aire que respiramos, los mensajes que vemos, leemos, inventamos. La esencia es un poético concepto. La nulidad, es la esencia de nuestro concepto. 

(Esquela que quiero que se publique en los diarios de México ahora que estoy muerto. Atentamente: El Nulo).