lunes, agosto 19, 2002

Apología del suicidio

Apología del suicidio Empuña el arma, inicia una marcha más bien triste, pero no por eso jovial. Se hace enterar que todo lo sabe, admite, sin embargo, que todo le duele: la víspera, los ojos mirando la mañana, la mañana echándose siestas, las siestas sonámbulas de recuerdos. Abraza el espejo con ojos silenciosos, abarca las miradas de los objetos que lo acompañan, sus lágrimas desnudas caen hacia adentro, se atraganta, se ahoga, como sucede con la sed del mediodía que se calma. Se da tiempo para echar una mirada a su dios, y lo recrimina, se burla, se regocija por la suerte de verse apuntando con un revólver el cráneo. El cuerpo de un suicida es una masa descompuesta. Lo saben, por eso el coraje, las ganas primordiales, las facciones altivas; respira el olor de la muerte, voltea a todos lados, quiere verla, sin darse cuenta que él mismo la representa. Teje su propia historia sobre alguna neurona furtiva. No se qué tintineo se apodera de la atmósfera, qué clase de silencio se aloja en la habitación de un feliz moribundo, que se respira el más perfecto de los universos. Si pudiéramos ver en su interior observaríamos un corazón galopante, ingenuo de su exaltación; si pudieramos ver en su interior, realmente en su interior, donde se guardan las sospechas, donde los odios se alzan, donde la felicidad aguarda, miraríamos grandes horrores, holocaustos en vísperas de su conclusión. Todo encaja, los sonidos se mecen armoniosos, las luces tiñen sus lancetas entre sí. Todo está bien, sino fuera por no ver concluida su obra -y aún así qué importa-. El fuego estruendoso amasija la piel. Los poros caen como polvo sobre el piso, el suicida cumple cabalmente su misión, su reto, morir porque así lo quiere, por convicción y conveniencia -ya nadie se juega la vida por principios.

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